sábado, 26 de marzo de 2022

El asalto


Al arrancar el coche el equipo de sonido continuó reproduciendo la lista de Arias de ópera que tenía seleccionada en Spotify. Acababa de salir, por última vez, de la que había sido su casa durante los últimos diez años, aunque no había vivido en ella los pasados veinte meses. En aquella ocasión, llegó a la casa a recoger el pasaporte que había olvidado cuando salió por la mañana para ir a la oficina antes de ir al aeropuerto para viajar a Japón. El viaje en el que se confirmaría la entrada de los productos de su empresa en aquel mercado, tan importante, pero tan difícil.

No recordaba si su mujer trabajaría en casa o iría a la oficina. Aparcó el coche en la entrada y mientras se acercaba a la puerta de la casa iba pensando que si Ana estuviese en casa quizás podrían comer juntos antes de salir para el aeropuerto. Al abrir la puerta comprobó que no estaba cerrada con llave. Iba a decir hola cuando oyó ruidos y voces sofocadas en el piso de arriba. Se quedó parado, escuchando atentamente y pudo oír movimientos apresurados aunque muy amortiguados. No había duda, había alguien en la casa.

Se quedó al pie de la escalera, cogió el móvil y llamó a la policía. No le dio tiempo a hablar cuando le respondieron. Un hombre apareció en lo alto de la escalera y le disparó. 

sábado, 26 de febrero de 2022

Ayuda

 

Cuando aquella mañana salió de su casa para aprovechar el esquivo sol de otoño que se dejaba ver por primera vez desde hacía varios días, no podía imaginar la sorpresa que lo aguardaba. Sentado en un banco del parque, con la mirada perdida y el aspecto de que la suerte le había dado la espalda hacía mucho tiempo, estaba Jaime, el compañero del colegio envidiado por todos: sabía conquistar a las mujeres, era un buen deportista, su cuerpo agradecía el ejercicio, era inteligente, buen estudiante y a nadie sorprendió que el éxito en su profesión fuera rápido y fulgurante.

Hacía varios años que nadie sabía nada de él. Había dejado de acudir a las cenas anuales de su promoción del colegio y sus cuentas en las redes sociales estaban sin actualizar también desde entonces.

Y, de pronto, allí estaba. Julio lo observaba desde unos pocos metros, dudando si acercarse y, por fin, lo hizo. 

miércoles, 9 de febrero de 2022

La despedida

Era su último día de trabajo, su última reunión con los compañeros y algún jefe que también se había apuntado a la comida de despedida. 

Por primera y última vez, presidiría él la mesa en lugar de su jefe que siempre ostentaba ese lugar de privilegio. «Quien preside paga» , decía, y tras una estentórea carcajada añadía, «o el que paga preside» , para dejar bien claro que era él quien pagaba. Aunque realmente pagaba la empresa, pero aquel cretino quería hacer ver que él era la empresa.

El lugar de honor no evitó las chanzas del jefe, por el contrario, sólo hizo que comenzaran desde el mismo momento de sentarse a la mesa, en lugar de comenzar con los chupitos.

— Señores, un momento de atención — dijo el jefe en cuanto todos estuvieron sentados—, hoy preside Luisito. No paga, eh, cuidado, sólo se jubila, nos abandona y, como es costumbre en las comidas de despedida, ocupa el lugar de honor. Espero, Luisito — siempre el diminutivo con ese retintín que había hecho que llegara  odiarlo con toda su alma—, que sepas estar a la altura del lugar que te he cedido generosamente en esta ocasión.

Al lado del jefe, Enrique reía más fuerte que nadie las palabras del jefe que, como siempre, celebraba como si fuera el colmo del ingenio. El resto, hasta sumar los diecisiete comensales, reían con diferente grado de entusiasmo las bromas del jefe.

sábado, 15 de enero de 2022

Penélope

El mensaje en la pantalla de su teléfono móvil resultaba tan estridente como una canción de heavy metal en la sala de un museo.

Tengo que verte

Aquellas tres palabras y el nombre de la remitente, Penélope, vinieron a poner patas arriba el mundo que había ido construyendo pieza a pieza durante los tres últimos años. Los años que siguieron a los cuatro terribles años después de la desaparición, ¿huida, fuga, deserción, retirada?, no sabía muy bien qué palabra encajaba mejor con la salida repentina y precipitada de Penélope de su vida.

Todo estaba preparado para su boda, habían encargado el banquete, reservada la fecha y la hora en la iglesia —Penélope se había empeñado en que se casaran por la Iglesia y a él no le importaba el rito por el que iban a comprometerse a vivir juntos el resto de sus vidas— y enviadas las invitaciones a sus amigos y familiares más cercanos con los que querían compartir ese día.

martes, 7 de diciembre de 2021

Ellos

Cuando el avión despegó, hacía apenas tres horas que mi vida había cambiado para siempre. Si cerraba los ojos o incluso sin hacerlo la cara de Elena, con una sola lágrima asomada al borde de su ojo derecho, y la cara de Pedro serenamente dormido eran las únicas imágenes que podía ver. Las únicas que quería ver.

Había comprado un billete de avión para regresar a España en el primer vuelo que pude encontrar. No era el más barato, ni siquiera el más rápido, tenía que hacer dos escalas cambiando de avión en cada una de ellas, pero no me importaba, lo que deseaba a toda costa era moverme, sentir que me alejaba de allí. Podría haber esperado unas horas y tomar un avión directo y llegaría antes, pero no podía sentarme a esperar. No podía quedarme en aquella sala de espera fría, rodeado de oscuridad y de cuchicheos de otros familiares que se ponían al corriente sobre el estado de algún familiar. Tampoco me sentía con fuerzas para esperar en el aeropuerto entre el trasiego constante de viajeros o, peor, en medio de salas de espera vacías en la madrugada que se poblarían ocasionalmente con la llegada de algún avión. No podía soportar la idea de estar solo rodeado de gente ni tampoco la de estar solo sin nadie alrededor, no soportaba lo cotidiano ni lo extraño, quería romper con todo, acabar con todo y, al mismo tiempo, deseaba sentirme en algún lugar seguro, entrañable y cálido donde no tuviera que hablar, donde nadie me hiciera preguntas, donde sobraran todas las explicaciones. Quería estar en un lugar que no existía. No quería estar en ninguna parte. Pero, sobre todo, no quería dormirme, no quería que mi cerebro me traicionara y me proyectara de nuevo aquellas imágenes horribles. No quería que mi cerebro empezara a curarse porque para ello empezaría a borrar partes de mi memoria y dejaría de recordar el color de los ojos de Elena, cómo de largo tenía el pelo la última vez que la vi, cómo era su voz, cuál era su canción favorita. Olvidaría los juegos que le gustaban a Pedro, los cuentos que inventaba para él cada noche antes de dormir, las canciones que le enseñaban en el colegio y que Elena y yo cantábamos con él cuando íbamos en el coche o cuando lo bañábamos al final de cada tarde.

El cerebro iría borrando sin cuidado en separar los buenos recuerdos de los malos y cuando quisiera darme cuenta no podría recordar con exactitud el rostro de Elena o la sonrisa de Pedro cuando miraba en la tele los documentales de animales que tanto le gustaban o su cara de horror cuando algún animal se abalanzaba despiadado sobre su presa.

Dormir sería otra formar de matarlos, porque matando sus recuerdos ellos morirían para siempre. Si no los recordaba yo quién lo haría, a dónde se iría la memoria de su paso por este mundo. Serían sólo el interrogante de alguien que al pasar por delante de su tumba quizás leyese sus nombres y se preguntaría quiénes habían sido o por qué Elena había muerto tan joven y Pedro ni siquiera había vivido más allá de su octavo cumpleaños. O quizás no se preguntaran nada y hubiera sólo vacío a su alrededor, el vacío terrible y desolador de la indiferencia del resto de los mortales que disfrutaban de la vida como si fuera lo más natural del mundo, mientras ellos, Pedro y Elena, haría días o meses o años que ya no tendrían vida que disfrutar ni a nadie que los recordara.

Por eso yo no podía permitirme el olvido, por eso no podía dejar que mi cerebro actuara al margen de mi voluntad. Por eso no podía dormirme.



Cuando me desperté, un hombre me zarandeaba, otro, tras él, me miraba con cara de pocos amigos y un tercero me dijo:

¿Pedro Castillo?

No sabía que estaba pasando, quiénes eran aquellos hombres, ni siquiera por qué estaba en un avión.

Sr. Castillo —habló de nuevo el mismo hombre –, tiene que acompañar a estos hombres, son de la policía Holandesa.

¿La policía?, ¿por qué?, ¿qué ocurre? —logré por fin preguntar cuando se disipó mi somnolencia.

Van a llevarlo junto a su familia.

El hombre que hacía un momento me estaba zarandeando para que me despertara, me tomó por el brazo y me obligó a levantarme del asiento sin demasiados miramientos.

Una vez fuera del avión me hicieron entrar en un vehículo sin distintivos que estaba al pie de la escalerilla. El hombre que hablaba español no entró, los otros dos se sentaron conmigo en el asiento de atrás, uno a cada lado. Durante el viaje se cruzaron algunas frases entre ellos y con el conductor en un idioma desconocido para mí, quizás en holandés, si, como dijo el otro hombre, eran policías holandeses.

El tráfico se fue haciendo más denso y lento a medida que entrábamos en la ciudad. Los carteles de tráfico no me aclaraban nada porque nada de lo que indicaban me resultaba familiar. Por fin, el vehículo salió de la calzada y se dirigió a un enorme edificio que por su aspecto parecía un hospital. Me hicieron bajar del vehículo y me condujeron hasta la entrada. Una señora que estaba sentada en lo que parecía una sala de espera llegó apresurada hasta mí.

Pedro, cariño —me dijo, tomando mi cara entre sus manos.

Yo estaba desconcertado, no sabía quién era aquella señora y por qué me hablaba como si me conociera de toda la vida.

Señora, no sé quién es usted y no sé por qué esos hombres me han traído hasta aquí, yo sólo…

Pero, Pedro —me interrumpió—, soy Elena, tu mujer. Estamos en Holanda, hemos venido a visitar a nuestro hijo Pedro, que acaba de tener un niño. Un nieto, Pedro, somos abuelos.

Aquella mujer seguía hablando conmigo y había empezado a llorar y yo no sabía qué diablos me estaba contando. Aquella señora no podía ser Elena. Mi mujer tenía poco más de treinta años y mi hijo Pedro apenas ocho. Por qué aquella loca estaba diciendo que había tenido un hijo. Y por qué lloraba.

Un hombre alto y fuerte que había estado hablando con los policías que me había llevado hasta allí se acercó hasta mí.

Vamos, papá, ya podemos volver a casa. Les he explicado que habías salido sin que nos diéramos cuenta y que te habías extraviado.

¿Extraviado?, ¿casa?, ¿qué casa?… ¿Y tú quién coño eres?

Pedro, tranquilo —me habló de nuevo aquella mujer.

¡Déjeme en paz, señora!, y usted también. No sé quiénes son ustedes y no me voy a ir con nadie. ¡Ya está bien!

Mientras me dirigía hacia la salida, el hombre que me había llamado papá trató de detenerme. Di un fuerte tirón para desasirme de su mano que me sujetaba por el hombro y al hacerlo me caí. Dos hombres vestidos de blanco me ayudaron a ponerme en pie y a continuación me sentaron en una silla. Como traté de levantarme de nuevo, me sentaron otra vez sin muchos miramientos y me sujetaron a la silla con unas correas.

La señora que decía llamarse Elena lloraba y se tapaba la cara con las manos:

¿Que voy a hacer? —decía entre sollozos.

No podemos hacer nada, mamá —trataba de consolarla el otro hombre—. Ya sabíamos que esto llegaría, tendremos que ingresarlo porque ya no podemos hacernos cargo de él. No es la primera vez que se pierde o se escapa y que se pone violento.

Ese hombre no sabía lo que era la violencia. En cuanto lograra soltarme se iba a enterar de lo que era ponerse violento. Había perdido a mi mujer y a mi hijo, me habían sacado del avión sin decirme por qué y ahora querían encerrarme. Yo había visto a Elena y a Pedro muertos en aquella habitación, pero no había sido culpa mía, yo no les había hecho nada, nunca podría hacerles daño. Estaba destrozado con su pérdida y sólo quería alejarme de aquella desgracia.

De pronto lo comprendí todo. Habían sido aquellos dos los que habían matado a Elena y a Pedro. Sí, ahora lo veía claro. Habían sido ellos y querían culparme a mí.

¡Fueron ellos! –grité—. ¡Ellos los mataron! ¡Ellos mataron a Elena y a Pedro! ¡Ellos mataron a mi mujer y a mi hijo!

La mujer seguía llorando abrazada a aquel hombre mientras los que me habían atado a la silla me condujeron hacia el fondo de la sala sin hacer caso a lo que les decía. Por fin me di cuenta de que seguramente no entendían mi idioma, así que decidí quedarme en silencio y conservar las fuerzas para cuando me dejaran solo. 


miércoles, 12 de mayo de 2021

Encuentro casual

 

El ascensor se detuvo de pronto y la luz que hasta entonces iluminaba generosamente la cabina, después de un brevísimo instante de duda, se atenuó hasta dejarla sumida en las sombras. Ernesto miró hacia la luz de emergencia y a continuación a la mujer que, instintivamente, sin duda, se había alejado hasta pegar su espalda contra la pared más distante de donde él se encontraba, no era una distancia muy grande, pero el ascensor del centro comercial resultaba amplio para ser ocupado por tan solo dos personas.

一Creo que nos hemos quedado encerrados  一dijo, por decir algo, sintiéndose al instante un perfecto estúpido.

一Eres un gran observador 一le contestó ella, subrayando sus palabras con un gesto de intenso desprecio.

La desazón de Ernesto aumentó ante el desagradable comentario de la chica que, aunque no se había fijado en ella cuando entró, ahora le parecía muy atractiva. Pero decidió aplazar su juicio definitivo hasta poder verla con suficiente luz. Mientras sacaba su teléfono móvil del bolsillo interior de la americana, pensó que también era mala suerte quedar atrapado en un ascensor  y que la compañera de desgracias resultase ser una pedorra. Marcó uno de los teléfonos de emergencia que tenía en la memoria del propio teléfono y, por supuesto, comunicaba. Siguió llamando varias veces siempre con el mismo resultado. Al duodécimo intento observó que el indicador de batería temblaba nerviosamente avisando que la carga estaba a punto de agotarse. Entonces Ernesto escuchó con preocupación cómo, esta vez, al fin, respondían a su llamada. Tardó unos segundos en reaccionar, en parte porque ya había desesperado de que pudiesen responder, y, sobre todo, porque ahora su mayor preocupación era que no se le terminara la batería en medio de la conversación. Habló rápido, expuso su situación y al momento se dio cuenta de su error. Su voz daba la impresión de que estaba angustiado y eso, además de dejarlo como un estúpido ante la mujer,  que lo observaba con curiosidad, tuvo el efecto contrario del que pretendía, pues la persona que estaba al otro lado decidió que, antes que nada, debía intentar tranquilizarlo. De modo que sólo cuando, ante el silencio de Ernesto, supuso que ya estaba más tranquilo, le comunicó que la ciudad sufría un apagón y que ellos dos eran unos afortunados que tendrían que esperar turno, pues había decenas de llamadas con ascensores llenos de gente que necesitaban una  intervención más urgente.

domingo, 25 de abril de 2021

Esta noche

 Se encerró en su despacho después de cenar. Era una precaución innecesaria puesto que vivía solo y no había peligro de que nadie lo interrumpiera. Dejó el vaso de güisqui sobre la mesa, abrió el cajón archivador y buscó al fondo, detrás de las carpetas, sacó la cuerda enrollada y la dejó también sobre la mesa delante de él. En el cajón superior tenía una Biblia, la cogió, pasó las hojas rápidamente ayudándose del dedo pulgar de su mano derecha mientras la sujetaba por el lomo con la mano izquierda. Casi en la mitad exacta del libro encontró la hoja que buscaba, una cuartilla doblada en dos por la mitad. Devolvió la Biblia al cajón, cerró éste con cuidado y a continuación desdobló la cuartilla y la depositó encima de la mesa al lado de la cuerda. Estaba escrita de su puño y letra y exponía de manera cruda las razones que lo habían llevado a dar el paso que iba a dar. La había escrito hacía varias semanas sabiendo que este día llegaría y, al fin, había llegado.

Tomó un trago largo del vaso, cogió la cuerda y se quedó mirándola, pero sin verla, acariciándola sin darse cuenta, mientras sus pensamientos volaban muy lejos.


Estaba en la cumbre del éxito profesional, había llegado muy alto en su empresa y tenía varias ofertas muy interesantes que supondrían un salto definitivo. Su matrimonio funcionaba razonablemente después de treinta años y su  hijo estaba terminando sus estudios de manera brillante, tenía por delante un futuro esperanzador. Pero aquella noche se despertó empapado en sudor, sus ojos estaban abiertos como platos y una pregunta, una única pregunta, ocupaba todo su cerebro hasta la última de sus neuronas: ¿qué estoy haciendo aquí?

No es que no supiera dónde se encontraba. Lo sabía perfectamente: estaba en un lujoso hotel de Hamburgo después de firmar un sustancioso contrato para su empresa y a la mañana siguiente tomaría el avión de regreso a casa. No había perdido la noción del tiempo, no eran esos segundos de desconcierto cuando te despiertas en plena noche y por un momento no sabes dónde estás. No, no era eso. Era una pregunta… No, era la pregunta. Y, sobre todo, era el miedo a no tener una respuesta. 

En sus momentos de duda siempre acudía a la seguridad de los suyos: el cariño de su mujer, lo afortunado que se sentía con su hijo. Eran certezas que lo hacían sentirse seguro, eran el ancla de respeto de la que tenía que echar mano en ocasiones, cuando, de pronto, se sentía amenazado por vientos demasiado fuertes o cuando la tormenta arreciaba más de la cuenta. Así que trató de buscar el refugio habitual, pero en su interior ni el recuerdo de su mujer, ni el de su hijo le procuraron esta vez la serenidad. Estaba sentado en la cama en medio de la oscuridad, muerto de miedo y temiendo encender la luz, convencido de que lo que vería sería todavía peor.

No sabía cuánto tiempo había pasado cuando la alarma de su teléfono móvil le sacó de un extraño sopor y se encontró totalmente tapado con la sábana, en posición fetal y completamente desnudo. No recordaba haberse quitado el pijama, pero estaba claro que lo había hecho en algún momento de la noche.

Se levantó sintiéndose agotado, pero la ducha y, ya en la cafetería del hotel, el desayuno lo hicieron sentirse de nuevo el de siempre, sin embargo, en una parte remota del cerebro de Enrique habían anidado la duda y el miedo.

No habló con nadie de lo ocurrido, ni siquiera con Julia, no sabría cómo explicarle lo que le había pasado aquella noche en el hotel de Hamburgo. Esperaba poder olvidarlo, que el recuerdo fuera desvaneciéndose hasta quedar convertido en un vago recuerdo antes de pasar al olvido definitivo. Sin embargo, nada de eso ocurrió, la alarma seguía encendida en lo más profundo de su mente o puede que de su alma. Era una tenue luz, como una lejana e imprecisa advertencia durante todo el día, mientras estaba ocupado con los asuntos del trabajo o mientras disfrutaba con Julia del escaso tiempo de ocio que podía permitirse, pero cuando llegaba la noche la luz allí dentro se hacía muy intensa, se ponía en primer plano y el aviso de peligro, aunque no sabía de qué peligro, no sería más real si estuviera paseando por una cornisa a cien metros de altura. Y todas esas señales estaban acompañadas por el insomnio. No había vuelto a dormir seis horas seguidas desde aquella noche.


Dos meses más tarde, empezó a sentir los efectos de la falta de descanso nocturno, lo cual se vio agravado porque, para huir de la desazón que lo asaltaba en cuanto su mente tenía un segundo de distracción, había optado por volcarse por completo en el trabajo. 

Julia se mostraba comprensiva y trataba de convencerlo para que acudiera al médico, pues veía alarmada el deterioro físico de Enrique: había adelgazado varios kilos, el pelo se le había vuelto casi completamente blanco, las arrugas habían tomado en su rostro carta de naturaleza y, sobre todo, mostraba una irritabilidad desconocida hasta entonces.

Sin embargo, Enrique no hacía caso y lo achacaba todo a que tenía mucho trabajo y aseguraba a Julia que en pocos meses todo volvería a la normalidad. Pero él sabía que era mentira, que lo del trabajo era una excusa, que muchas veces se quedaba en su despacho repasando informes cuyo contenido conocía a la perfección o preparando proyectos que bien podría hacer alguno de los departamentos de la empresa si estuvieran lo suficientemente avanzados como para que merecieran dedicarles algo de tiempo.


Su matrimonio no resistió la prueba y Julia terminó abandonando su casa, abatida por el sentido de culpa que le producía dejar a Julio solo con sus demonios, pero incapaz de seguir viviendo el infierno en que se había convertido su hogar en los últimos meses.

Su hijo consiguió una beca en una universidad extranjera y se fue con la cara de los presos recién liberados y un vago «ya os llamaré» que a Enrique le sonó a «olvidaros de mí» .

La noche del día que Julia lo dejó, Enrique escribió la carta convencido de que no podría seguir adelante solo y con el íntimo regocijo de que también se estaba vengando de su mujer por haberlo abandonado. Junto al miedo siempre presente flotaba también la idea de si él habría sido capaz de seguir al lado de Julia en una situación parecida. Y flotando la dejó porque no estaba dispuesto a abandonar el papel de víctima que se había adjudicado.

Cuando terminó de escribir se dio cuenta de que estaba totalmente decidido a terminar con todo, pero que no se había detenido ni un segundo a pensar cómo lo haría.

Al día siguiente compró la cuerda, una vez que hubo decidido cuál sería la mejor forma de hacerlo, y la guardó, como la carta, hasta que llegara el momento.

Había pasado más de un mes desde entonces y cada noche repetía el mismo ritual con el que trataba de ahuyentar los ataques de pánico, así los había denominado el psiquiatra, que lo seguían asaltando cuando menos lo esperaba. 


Apuró el güisqui que quedaba en su vaso y, al poco tiempo, se quedó dormido con la cabeza apoyada en la mesa.


Despertó tumbado en el suelo, encogido en posición fetal, sudoroso, temblando y muerto de miedo. Cuando fue capaz de incorporarse, se acercó a la mesa, guardó de nuevo la carta dentro de la Biblia y metió la cuerda en el fondo del cajón archivador mientras se decía «esta noche, lo haré esta noche…» .

El asalto

Al arrancar el coche el equipo de sonido continuó reproduciendo la lista de Arias de ópera que tenía seleccionada en Spotify. Acababa de sal...