Cuando
el avión despegó, hacía apenas tres horas que mi vida había
cambiado para siempre. Si cerraba los ojos o incluso sin hacerlo la
cara de Elena, con una sola lágrima asomada al borde de su ojo
derecho, y la cara de Pedro serenamente dormido eran las únicas
imágenes que podía ver. Las únicas que quería ver.
Había
comprado un billete de avión para regresar a España en el primer
vuelo que pude encontrar. No era el más barato, ni siquiera el más
rápido, tenía que hacer dos escalas cambiando de avión en cada una
de ellas, pero no me importaba, lo que deseaba a toda costa era
moverme, sentir que me alejaba de allí. Podría haber esperado unas
horas y tomar un avión directo y llegaría antes, pero no podía
sentarme a esperar. No podía quedarme en aquella sala de espera
fría, rodeado de oscuridad y de cuchicheos de otros familiares que
se ponían al corriente sobre el estado de algún familiar. Tampoco
me sentía con fuerzas para esperar en el aeropuerto entre el
trasiego constante de viajeros o, peor, en medio de salas de espera
vacías en la madrugada que se poblarían ocasionalmente con la
llegada de algún avión. No podía soportar la idea de estar solo
rodeado de gente ni tampoco la de estar solo sin nadie alrededor, no
soportaba lo cotidiano ni lo extraño, quería romper con todo,
acabar con todo y, al mismo tiempo, deseaba sentirme en algún lugar
seguro, entrañable y cálido donde no tuviera que hablar, donde
nadie me hiciera preguntas, donde sobraran todas las explicaciones.
Quería estar en un lugar que no existía. No quería estar en
ninguna parte. Pero, sobre todo, no quería dormirme, no quería que
mi cerebro me traicionara y me proyectara de nuevo aquellas imágenes
horribles. No quería que mi cerebro empezara a curarse porque para
ello empezaría a borrar partes de mi memoria y dejaría de recordar
el color de los ojos de Elena, cómo de largo tenía el pelo la
última vez que la vi, cómo era su voz, cuál era su canción
favorita. Olvidaría los juegos que le gustaban a Pedro, los cuentos
que inventaba para él cada noche antes de dormir, las canciones que
le enseñaban en el colegio y que Elena y yo cantábamos con él
cuando íbamos en el coche o cuando lo bañábamos al final de cada
tarde.
El
cerebro iría borrando sin cuidado en separar los buenos recuerdos de
los malos y cuando quisiera darme cuenta no podría recordar con
exactitud el rostro de Elena o la sonrisa de Pedro cuando miraba en
la tele los documentales de animales que tanto le gustaban o su cara
de horror cuando algún animal se abalanzaba despiadado sobre su
presa.
Dormir
sería otra formar de matarlos, porque matando sus recuerdos ellos
morirían para siempre. Si no los recordaba yo quién lo haría, a
dónde se iría la memoria de su paso por este mundo. Serían sólo
el interrogante de alguien que al pasar por delante de su tumba
quizás leyese sus nombres y se preguntaría quiénes habían sido o
por qué Elena había muerto tan joven y Pedro ni siquiera había
vivido más allá de su octavo cumpleaños. O quizás no se
preguntaran nada y hubiera sólo vacío a su alrededor, el vacío
terrible y desolador de la indiferencia del resto de los mortales que
disfrutaban de la vida como si fuera lo más natural del mundo,
mientras ellos, Pedro y Elena, haría días o meses o años que ya no
tendrían vida que disfrutar ni a nadie que los recordara.
Por
eso yo no podía permitirme el olvido, por eso no podía dejar que mi
cerebro actuara al margen de mi voluntad. Por eso no podía dormirme.
Cuando
me desperté, un hombre me zarandeaba, otro, tras él, me miraba con
cara de pocos amigos y un tercero me dijo:
—¿Pedro
Castillo?
No
sabía que estaba pasando, quiénes eran aquellos hombres, ni
siquiera por qué estaba en un avión.
—Sr.
Castillo —habló de nuevo el mismo hombre –, tiene que acompañar
a estos hombres, son de la policía Holandesa.
—¿La
policía?, ¿por qué?, ¿qué ocurre? —logré por fin preguntar
cuando se disipó mi somnolencia.
—Van
a llevarlo junto a su familia.
El
hombre que hacía un momento me estaba zarandeando para que me
despertara, me tomó por el brazo y me obligó a levantarme del
asiento sin demasiados miramientos.
Una
vez fuera del avión me hicieron entrar en un vehículo sin
distintivos que estaba al pie de la escalerilla. El hombre que
hablaba español no entró, los otros dos se sentaron conmigo en el
asiento de atrás, uno a cada lado. Durante el viaje se cruzaron
algunas frases entre ellos y con el conductor en un idioma
desconocido para mí, quizás en holandés, si, como dijo el otro
hombre, eran policías holandeses.
El
tráfico se fue haciendo más denso y lento a medida que entrábamos
en la ciudad. Los carteles de tráfico no me aclaraban nada porque
nada de lo que indicaban me resultaba familiar. Por fin, el vehículo
salió de la calzada y se dirigió a un enorme edificio que por su
aspecto parecía un hospital. Me hicieron bajar del vehículo y me
condujeron hasta la entrada. Una señora que estaba sentada en lo que
parecía una sala de espera llegó apresurada hasta mí.
—Pedro,
cariño —me dijo, tomando mi cara entre sus manos.
Yo
estaba desconcertado, no sabía quién era aquella señora y por qué
me hablaba como si me conociera de toda la vida.
—Señora,
no sé quién es usted y no sé por qué esos hombres me han traído
hasta aquí, yo sólo…
—Pero,
Pedro —me interrumpió—, soy Elena, tu mujer. Estamos en Holanda,
hemos venido a visitar a nuestro hijo Pedro, que acaba de tener un
niño. Un nieto, Pedro, somos abuelos.
Aquella
mujer seguía hablando conmigo y había empezado a llorar y yo no
sabía qué diablos me estaba contando. Aquella señora no podía ser
Elena. Mi mujer tenía poco más de treinta años y mi hijo Pedro
apenas ocho. Por qué aquella loca estaba diciendo que había tenido
un hijo. Y por qué lloraba.
Un
hombre alto y fuerte que había estado hablando con los policías que
me había llevado hasta allí se acercó hasta mí.
—Vamos,
papá, ya podemos volver a casa. Les he explicado que habías salido
sin que nos diéramos cuenta y que te habías extraviado.
—¿Extraviado?,
¿casa?, ¿qué casa?… ¿Y tú quién coño eres?
—Pedro,
tranquilo —me habló de nuevo aquella mujer.
—¡Déjeme
en paz, señora!, y usted también. No sé quiénes son ustedes y no
me voy a ir con nadie. ¡Ya está bien!
Mientras
me dirigía hacia la salida, el hombre que me había llamado papá
trató de detenerme. Di un fuerte tirón para desasirme de su mano
que me sujetaba por el hombro y al hacerlo me caí. Dos hombres
vestidos de blanco me ayudaron a ponerme en pie y a continuación me
sentaron en una silla. Como traté de levantarme de nuevo, me
sentaron otra vez sin muchos miramientos y me sujetaron a la silla
con unas correas.
La
señora que decía llamarse Elena lloraba y se tapaba la cara con las
manos:
—¿Que
voy a hacer? —decía entre sollozos.
—No
podemos hacer nada, mamá —trataba de consolarla el otro hombre—.
Ya sabíamos que esto llegaría, tendremos que ingresarlo porque ya
no podemos hacernos cargo de él. No es la primera vez que se pierde
o se escapa y que se pone violento.
Ese
hombre no sabía lo que era la violencia. En cuanto lograra soltarme
se iba a enterar de lo que era ponerse violento. Había perdido a mi
mujer y a mi hijo, me habían sacado del avión sin decirme por qué
y ahora querían encerrarme. Yo había visto a Elena y a Pedro
muertos en aquella habitación, pero no había sido culpa mía, yo no
les había hecho nada, nunca podría hacerles daño. Estaba
destrozado con su pérdida y sólo quería alejarme de aquella
desgracia.
De
pronto lo comprendí todo. Habían sido aquellos dos los que habían
matado a Elena y a Pedro. Sí, ahora lo veía claro. Habían sido
ellos y querían culparme a mí.
—¡Fueron
ellos! –grité—. ¡Ellos los mataron! ¡Ellos mataron a Elena y a
Pedro! ¡Ellos mataron a mi mujer y a mi hijo!
La
mujer seguía llorando abrazada a aquel hombre mientras los que me
habían atado a la silla me condujeron hacia el fondo de la sala sin
hacer caso a lo que les decía. Por fin me di cuenta de que
seguramente no entendían mi idioma, así que decidí quedarme en
silencio y conservar las fuerzas para cuando me dejaran solo.