martes, 4 de octubre de 2011

Sin tiempo que perder

Llegó a lo alto de la colina, desde donde divisó, en el fondo de valle, el pueblo pequeño con las casas que se amontonaban a la orilla del arroyo y no terminaban de decidirse a trepar por la ladera. Ése era el sitio.

La luz del sol se había ocultado tras las montañas más altas a su espalda y el pueblo se llenaba de obscuridad, sin que las escasas luces de las farolas, ni las tímidas que se escapaban por algunas ventanas, lograran disiparla.

Siempre sentía la misma extraña melancolía antes de entrar en acción. Imaginaba brevemente las vidas de las personas que habitaban aquellas casas: la joven que soñaba con poder escapar del pueblo que le pesaba como una losa, la esposa ya madura que había emprendido una aventura absurda con un jovencillo del pueblo vecino, el hombre joven que luchaba por sacar a su familia adelante, la mezquindad del vecino que se iba quedando poco a poco con todo lo que de valor había en aquel pueblo...

Un ligero temblor agitó la tierra. Salió de su ensimismamiento y emprendió el camino, deprisa, ladera abajo. Esa noche iba a tener mucho trabajo en aquel pueblo, así que no había tiempo que perder.

 

1 comentario:

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