lunes, 5 de marzo de 2012

La reunión de los lunes

Subió al despacho de su jefe para la reunión de los lunes. Ambos llevaban muchos años trabajando juntos y siempre empezaban la semana con una reunión a primera hora. Hablaban de lo que habían hecho el fin de semana, con el tiempo llegaron a tener la suficiente confianza para hacerse confidencias más propias de dos viejos amigos que de dos compañeros de trabajo. Después, Juan ponía a su jefe al corriente de lo que ocurrían en el departamento y éste le contaba lo que podía de lo que se cocía en las alturas. Por último, planificaban la semana.
Esa mañana no encontró a su jefe en el despacho. Supuso que no tardaría, así que se sentó en una de las sillas a esperarlo, mientras repasaba las notas de su agenda. Casi todo era de rutina salvo el tema de Vega, el de proyectos, era hora de tomar una decisión, que era la forma de decir que ya había decidido despedirlo.
Miró el reloj. Ya eran las nueve y Enrique no había aparecido. Le llamó, el móvil estaba apagado o fuera de cobertura.
Echó un vistazo al despacho y, por enésima vez, pensó cuánto le gustaría a él ocuparlo y cuánto tardaría en hacerlo. Un informe al lado del ordenador le llamó la atención. Enrique no le había dicho nada de que hubieran contratado a una consultora.
Rodeó la mesa para que la puerta le quedara de frente y no pudieran sorprenderlo curioseando.
La primera hoja del informe tenía un título inequívoco: “Dimensionamiento plantilla operativa”. La segunda hoja recogía la plantilla de su área.
Miró a la puerta para asegurarse de que no había nadie que pudiera verlo y pasó a la siguiente página.
“De acuerdo con la plantilla establecida para su área, indique en la siguiente tabla los nombres de las personas que, a su juicio, deberían ser excedentes”.
Los nombres estaban escritos a mano por la inconfundible letra torturada de Enrique y el primer nombre de la tabla era el suyo.
Tuvo que apoyarse en la mesa porque sus piernas se negaban a sostenerlo. Se aflojó el nudo de la corbata y se limpiaba el sudor de la cara cuando Enrique entró en su despacho.
—Hola. ¿Hace mucho que estás aquí? —le dijo, mientras descubría el informe abierto al lado de Juan.
—Acabo de llegar —respondió.
—Una reunión de emergencia — dijo, a modo de disculpa—. Siéntate, tenemos que hablar.
Sacó la cajetilla de tabaco del bolso de la chaqueta y encendió un cigarrillo. Después la arrojó sobre la mesa y le dijo
—Sírvete —dio una larga chupada a su cigarrillo—. No te preocupes, a mí ya no pueden despedirme.
—¿Te han echado?
—Sí. Esos cabrones me dijeron que les llevara hoy a primera hora el informe de la consultora cumplimentado y, tras entregárselo y discutirlo durante media hora, me dijeron: “nosotros también hemos cumplimentado el nuestro y, lamentablemente, tu nombre aparece entre los excedentes” —dio otra calada a su cigarrillo y señaló la cajetilla—. ¿Seguro que no quieres uno?
Juan lo miraba fijamente, sin pestañear, mientras Enrique tenía la vista perdida en el techo.
—¿No vas a tener los cojones de decírmelo? —dijo por fin.
—¿Decirte qué?
—Venga, no disimules, joder —se levantó, cogió el informe y agitándolo ante la cara de su jefe, continuó—. Sabes que lo he leído. Sabes que he visto mi nombre escrito de tu puño y letra.
—Cálmate Juan. A mí ya me han largado, dentro de una hora tengo que haber dejado esta mierda y tú todavía estás aquí.
—¿Qué quieres decir? —en la voz de Juan apareció una nota de esperanza.
—Nada. Sólo que a ti nadie te ha dicho nada todavía —apagó el cigarrillo y se puso en pie—. Vuelve a tu mesa y espera. No creo que vayan a hacer ningún caso de mi informe, así que seguramente tendrás más suerte que yo.
Tras unos segundos de duda, Juan abandonó el despacho sin decir nada. Enrique cerró la puerta, cogió el teléfono y marcó un número interno.
—Acaba de ir para su mesa.
—… …
—Sí, lo vio. Cuando llegué estaba al borde de la apoplejía.
—… …
—No. Le dije que me habían despedido.
—… …
—De nada. Es trabajo.

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