lunes, 15 de diciembre de 2014

Esta noche

Se encerró en su despacho después de cenar. Era una precaución innecesaria puesto que vivía solo y no había peligro de que nadie le interrumpiera. Dejó el vaso de güisqui sobre la mesa, abrió el cajón archivador y buscó al fondo, detrás de las carpetas, sacó la cuerda enrollada y la dejó también sobre la mesa delante de él. En el cajón superior tenía una Biblia, la cogió, pasó las hojas rápidamente ayudándose del dedo pulgar de su mano derecha mientras la sujetaba por el lomo con la mano izquierda. Casi en la mitad exacta del libro encontró la hoja que buscaba, una cuartilla doblada en dos por la mitad. Devolvió la Biblia al cajón, cerró éste con cuidado y a continuación desdobló la cuartilla y la depositó encima de la mesa al lado de la cuerda. Estaba escrita de su puño y letra y exponía de manera cruda las razones que lo habían llevado a dar el paso que iba a dar. La había escrito hacía varias semanas sabiendo que este día llegaría y, al fin, había llegado.
Tomó un trago largo del vaso, cogió la cuerda y se quedó mirándola, pero sin verla, acariciándola sin darse cuenta, mientras sus pensamientos volaban muy lejos.

Estaba en la cumbre del éxito profesional, había llegado muy alto en su empresa y tenía varias ofertas muy interesantes que supondrían un salto definitivo. Su matrimonio funcionaba razonablemente después de treinta años y su  hijo estaba terminando sus estudios de manera brillante, tenía por delante un futuro esperanzador. Pero aquella noche se despertó empapado en sudor, sus ojos estaban abiertos como platos y una pregunta, una única pregunta, ocupaba todo su cerebro hasta la última de sus neuronas: ¿qué estoy haciendo aquí?
No es que no supiera dónde se encontraba. Lo sabía perfectamente: estaba en un lujoso hotel de Hamburgo después de firmar un sustancioso contrato para su empresa y a la mañana siguiente tomaría el avión de regreso a casa. No había perdido la noción del tiempo, no eran esos segundos de desconcierto cuando te despiertas en plena noche y por un momento no sabes dónde estás. No, no era eso. Era una pregunta… No, era la pregunta. Y, sobre todo, era el miedo a no tener una respuesta.

En sus momentos de duda siempre acudía a la seguridad de los suyos: el cariño de su mujer, lo afortunado que se sentía con su hijo. Eran certezas que le hacían sentirse seguro, eran el ancla de respeto de la que tenía que echar mano en ocasiones, cuando, de pronto, se sentía amenazado por vientos demasiado fuertes o cuando la tormenta arreciaba más de la cuenta. Así que trató de buscar el refugio habitual, pero en su interior ni el recuerdo de su mujer, ni el de su hijo le procuraron esta vez la serenidad. Estaba sentado en la cama en medio de la oscuridad, muerto de miedo y temiendo encender la luz convencido de que lo que vería sería todavía peor.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando la alarma de su teléfono móvil le sacó de un extraño sopor y se encontró totalmente tapado con la sábana, incluida la cabeza, en posición fetal y completamente desnudo. No recordaba haberse quitado el pijama, pero estaba claro que lo había hecho en algún momento de la noche.
Se levantó sintiéndose agotado, pero la ducha y, ya en la cafetería del hotel, el desayuno le hicieron sentirse de nuevo el de siempre, sin embargo, en una parte remota del cerebro de Enrique habían anidado la duda y el miedo.

No habló con nadie de lo ocurrido, ni siquiera con Julia, no sabría cómo explicarle lo que le ocurrió aquella noche en el hotel de Hamburgo. Esperaba poder olvidarlo, que el recuerdo fuera desvaneciéndose hasta quedar convertido en un vago recuerdo antes de pasar al olvido definitivo. Sin embargo, nada de eso ocurrió, la alarma seguía encendida en lo más profundo de su mente o puede que de su alma. Era una tenue luz, como una lejana e imprecisa advertencia, durante todo el día, mientras estaba ocupado con los asuntos del trabajo o mientras disfrutaba con Julia del escaso tiempo de ocio que le permitía su trabajo, pero cuando llegaba la noche la luz allí dentro se hacía muy intensa, se ponía en primer plano y el aviso de peligro, aunque no sabía de qué peligro, no sería más real si estuviera paseando por una cornisa a cien metros de altura. Y todas esas señales estaban acompañadas por el insomnio. No había vuelto a dormir seis horas seguidas desde aquella noche.

Dos meses más tarde, empezó a sentir los efectos de la falta de descanso nocturno, el cual se vio agravado porque, para huir de la desazón que le asaltaba en cuanto su mente tenía un segundo de distracción, había optado por volcarse por completo en el trabajo.
Julia se mostraba comprensiva y trataba de convencerle para que acudiera al médico, pues veía alarmada el deterioro físico de Enrique: había adelgazado varios kilos, el pelo se le había vuelto casi completamente blanco, las arrugas habían tomado en su rostro carta de naturaleza y, sobre todo, mostraba una irritabilidad desconocida hasta entonces.
Sin embargo, Enrique no hacía caso y lo achacaba todo a que tenía mucho trabajo y aseguraba a Julia que en pocos meses todo volvería a la normalidad. Pero él sabía que era mentira, que lo del trabajo era una excusa, que muchas veces se quedaba en su despacho repasando informes cuyo contenido conocía a la perfección o preparando proyectos que bien podría hacer alguno de los departamentos de la empresa si estuvieran lo suficientemente avanzados como para que merecieran dedicarles algo de tiempo.

Su matrimonio no resistió la prueba y Julia terminó abandonando su casa, abatida por el sentido de culpa que le producía dejar a Julio solo con sus demonios, pero incapaz de seguir viviendo el infierno en que se había convertido su hogar en los últimos meses.
Su hijo consiguió una beca en una universidad extranjera y se fue con la cara de los presos recién liberados y un vago «ya os llamaré» que a Enrique le sonó a «olvidaros de mí».
La noche del día que Julia le dejó Enrique escribió la carta convencido de que no podría seguir adelante solo, y con el íntimo regocijo de que también se estaba vengando de su mujer por haberlo abandonado. Junto al miedo siempre presente flotaba también la idea de si él habría sido capaz de seguir al lado de Julia en una situación parecida. Y flotando la dejó porque no estaba dispuesto a abandonar el papel de víctima que se había adjudicado.
Cuando terminó de escribir se dio cuenta de que estaba totalmente decidido a terminar con todo, pero que no se había detenido ni un segundo a pensar cómo lo haría.
Al día siguiente compró la cuerda, una vez que hubo decidido cuál sería la mejor forma de hacerlo, y la guardó, como la carta, hasta que llegara el momento.
Había pasado más de un mes desde entonces y cada noche repetía el mismo ritual con el que trataba de ahuyentar los ataques de pánico, así los había denominado el psiquiatra, que le seguían asaltando cuando menos lo esperaba.

Apuró el güisqui que quedaba en su vaso y, al poco tiempo, se quedó dormido con la cabeza apoyada en la mesa.

Despertó tumbado en el suelo, encogido en posición fetal, sudoroso, temblando y muerto de miedo. Cuando fue capaz de incorporarse, se acercó a la mesa, guardó de nuevo la carta dentro de la Biblia y metió la cuerda en el fondo del cajón archivador mientras se decía «esta noche, lo haré esta noche…»

domingo, 30 de noviembre de 2014

Vivir sin ojos

Escogí aquel semáforo porque por allí pasaban muchos coches y nadie más lo había ocupado todavía. Mi idea era hacer juegos malabares cuando el semáforo estuviese cerrado y antes de que volviera a abrirse pedir una limosna a los conductores, como había visto hacer en otras partes de la ciudad. Sólo tenía un problema: no sabía hacer esa clase de juegos. Sin embargo, eso no me detuvo y los primeros días las bolas estaban más tiempo en el suelo que en el aire. Los conductores se reían y me daban algo de dinero. Con el tiempo, y también practicando muchas horas por las noches, conseguí dominar la técnica. Los conductores ya no se reían, pero el dinero no aumentó.
El negocio, por llamarlo de algún modo, no era demasiado lucrativo y con la llegada del mal tiempo todo empeoró: se hizo más penoso practicar aquellos juegos con las manos heladas y, muchos días, bajo la lluvia.
En una de las esquinas de aquella calle había una oficina de seguros y para mí era como el cielo que nunca alcanzaría: no tenía ningún estudio que me permitiera soñar siquiera con la posibilidad de encontrar un trabajo de oficinista y el haber sido arrojado por la corriente de la vida a la orilla donde se quedan abandonados los desechos, seguramente me impediría volver algún día a llevar una vida normal. Pero eso era algo en lo que no quería pensar. Cuando tienes que preocuparte cada día por conseguir el dinero necesario para vivir, el futuro es demasiado incierto como para preocuparse por él.
Con el paso del tiempo fui  conociendo a todos los que trabajaban en aquella oficina y terminé por enamorarme perdida, loca y estúpidamente de una de las tres chicas. Tenía una hermosa melena negra, unos preciosos ojos color miel y una sonrisa que, cuando aparecía en su rostro, era capaz de iluminar toda la calle.
Nunca me hice ninguna ilusión, ella nunca me miraba, era como si fuera invisible para ella, y yo me conformaba con contemplarla del mismo modo que se admira una obra de arte en un museo, disfrutando de su belleza, pero sabiendo que nunca podrá ser tuya.


Una tarde de frío intenso, viento y lluvia abundante que con frecuencia se convertía en granizo, me refugié a la puerta de la oficina tratando de guarecerme de una de aquellas granizadas; sin embargo, el viento azotaba el granizo contra aquella fachada haciendo inútiles mis esfuerzos por buscar algo de abrigo.
La puerta de la oficina se abrió apenas un palmo.
—Entra, no te quedes ahí o pillarás una pulmonía.
Ella me miraba con la lástima asomando a sus ojos y aunque supe reconocer que me estaba ayudando, la conmiseración que vi en su mirada me hizo más daño que todas las mojaduras y fui más consciente que nunca de que pertenecía a la escoria de la sociedad.
Desde entonces, Elena —aquel día pude saber que ese era su nombre— se volvió todavía más inalcanzable y su belleza me resultaba a la vez placentera y terriblemente dolorosa.


La suerte se presentó un mediodía de primavera. Iba en una pequeña furgoneta que se detuvo delante del semáforo. Se llamaba Cristina, tenía el pelo corto en mechones desiguales, alborotado y teñido de un imposible color amarillo. Mientras trataba de mantener las bolas en el aire, la veía con la vista fija en mí y cómo con las dos manos golpeaba nerviosa el volante. Recogí las bolas y me dirigí hacia su coche con la mano extendida, ella bajó la ventanilla.
—¿Puedes hacer eso vestido de payaso? —me preguntó sin ningún preámbulo.
—Si me pagan, puedo hacerlo vestido de buzo, si hace falta —respondí decidido.
—Sube.
—¿Qué…?
El semáforo se abrió y los conductores que esperaban detrás del suyo hicieron sonar el claxon.
—¡Vamos, sube! —repitió, mientras acompañaba sus palabras con un gesto imperioso de su mano derecha.
Las bocinas que protestaban aumentaron en número y urgencia. Mientras yo rodeaba el vehículo, Cristina se estiró para abrir desde dentro la puerta del acompañante.
Nada más entrar en el vehículo ella arrancó bruscamente y cruzó el semáforo en el momento en que se ponía de nuevo rojo.
—¡Ufff! ¡Menos mal! Mira que son impacientes. ¡Por Dios…!
Cristina se presentó y me dijo que tenía una fiesta infantil a las seis de la tarde y que el payaso acababa de dejarla plantada.
—Es lo malo de tener de novio al miembro fundamental de tu negocio —me dijo—. Te arruinas sentimental y económicamente de una misma tacada.
Me dijo el precio que me pagaría por estar tres horas «haciendo el payaso ante una pandilla de niños malcriados que te harán todas las perrerías que se te ocurran y algunas que nunca se te ocurrirían salvo que fueras un sádico diplomado».
—Mi situación no me permite elegir —le dije.


Me llevó a un pequeño local lleno de las cosas más diversas que había visto nunca: calabazas de plástico semejando rostros monstruosos, una rueda con pedales como las que utilizan los equilibristas, sombreros de todas clases, cajas abiertas y cerradas de diversos tamaños… Y todo ello en completo desorden, por el suelo, en una pequeña estantería que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento y en una mesa de oficina que no tenía ni un sólo centímetro de su tablero al descubierto.
Rebuscó en un armario que había en una esquina y sacó un traje de payaso, incluidos dos enormes zapatos y un sombrero que completaban el conjunto.
—Toma, póntelo —me dijo.
Recorrí el local con la mirada buscando un lugar para cambiarme.
—Vamos, cámbiate, estoy como para fijarme en nada, salvo que lo que te cuelgue sea de oro… —se interrumpió un momento para añadir de inmediato—. No lo es, ¿verdad? Pues eso.
Me cambié mientras ella seguía recogiendo cosas aquí y allá que iba metiendo en unas cajas que había junto a la puerta.
—Ya está —llamé su atención  a la vez que mostraba mis brazos estirados para que pudiera ver que aquel traje era dos o tres tallas más grandes que la mía.
Se detuvo, me contempló durante unos segundos y después estalló en una sonora carcajada. Cuando terminó de reír, me dijo:
—Dóblate las mangas lo justo para poder hacer tus juegos. Vas a ser la bomba. Ya verás.


La fiesta no salió nada mal. Los niños se divirtieron y yo descubrí que era mejor improvisando monerías que haciendo malabarismos. Cristina quedó encantada y me dio más dinero del acordado: «lo que sobra, por salvarme la vida», dijo a modo de explicación.
A partir de ese día siempre que tenía una fiesta me llamaba, el negocio fue prosperando y Cristina tenía que llamarme cada vez con más frecuencia.
Un buen día me encontré con que ya no era necesario que siguiera pidiendo en los semáforos. Hacía tiempo que había dejado de dormir en albergues, porque Cristina, cuando vio que podía confiar en mí, dejó que acomodara un camastro en su local con la condición de que lo mantuviera limpio y ordenado. Lo primero no era difícil, pero lo segundo resultaba una tarea ímproba después de que Cristina pasara por allí, así que pronto llegué al acuerdo con ella de que me daría una lista con lo que necesitaba y yo me encargaría de preparárselo. De esa forma no me costaba apenas esfuerzo mantener aquel pequeño cuarto bien ordenado.


Salí por la mañana sin las bolas y caminé tranquilamente hasta mi semáforo. Me apoyé en la fachada enfrente de la oficina y me quedé varias horas viendo pasar a la gente por el paso de peatones y mirando entrar y salir a los clientes de la oficina, hasta que, a media mañana, Elena salió a la hora habitual a tomar un café. Esperé un par de minutos y fui a la cafetería en la que sabía que desayunaba. Me acodé en la barra, pedí un café y embelesado contemplé a Elena mientras tomaba su café y leía el periódico.
Cuando terminó, pasó por mi lado para salir de la cafetería como si yo no estuviera allí.
—¿Qué pasa, te ha tocado la lotería, que llevas aquí media mañana? —me preguntó la camarera.
—He dejado la calle... tengo trabajo —le dije, tratando de disimular la satisfacción que sentía.
—¡Vaya, hombre, me alegro mucho!
Puse sobre la barra varias monedas para pagar el café.
—Deja, te invito —dijo, acercando hacia mi las monedas—. Para celebrarlo —añadió.
Me di la vuelta y me fui sin recoger el dinero. No fue por orgullo, la vida me había quitado todo el que pudiera haber tenido hacía ya mucho tiempo, sino porque había tomado allí cientos de cafés, sobre todo en los días más duros de invierno, cuando las manos ateridas se negaban a obedecerme y no podía seguir manejando la bolas, y nunca me había invitado. Hasta hoy, cuando ya no lo necesitaba.
No volví a la cafetería en muchos meses y evitaba pasar cerca de aquel semáforo si no era por completo imprescindible. Me resultaba doloroso el recuerdo de la inalcanzable Elena; pero no la olvidaba, seguía pensando en ella, seguía siendo el amor de mi vida.


Nuestro pequeño negocio continuó mejorando y yo con él. Me trasladé a vivir a un pequeño apartamento y convencí a Cristina de que sería una buena idea poner una tienda de artículos de fiesta en el local que utilizábamos solo como almacén.
La idea resultó mejor incluso de lo que yo había imaginado y unos meses después Cristina, en uno de sus habituales gestos de generosidad, decidió hacerme socio del negocio. «Eres una pieza fundamental del espectáculo y de la tienda y, además, ésta ha sido idea tuya, así que a partir de ahora serás mi socio. Minoritario, ¡eh!, cuidado, que la jefa seguiré siendo yo». No quiso volver a hablar del tema y a partir de ese día me convertí en su socio.
Un buen día me encontré hablando con Cristina de qué coche me iba a comprar y, de pronto, recordé que tendría que asegurarlo y, de inmediato, decidí que lo haría en la oficina de seguros de mi semáforo.
Iría a la oficina como cliente, a asegurar un coche, no haría falta explicar nada para que todos se dieran cuenta del cambio que había experimentado mi vida, de que ahora era como ellos, que había logrado salir de la miseria. Pero lo más importante de todo era la posibilidad de ver de nuevo a Elena, de demostrarle que ya no era el pobre del semáforo.
Durante los días anteriores aburrí a Cristina haciéndola confidente de mis planes, pidiéndole consejo para saber cómo sería la mejor forma de acercarme a Elena, y después de planear una y otra vez todo lo que haría me presenté en la oficina nervioso como un adolescente en su primera cita.
Entré y nadie pareció reconocerme. Todos estaban atareados escribiendo o consultando sus ordenadores o atendiendo a otros clientes.
Cuando llevaba esperando un buen rato, Elena reparó en mí y ella sí me reconoció. Cuando le dije que quería asegurar un coche se levantó de su mesa y me acompañó a otra parte de la oficina. «Aquí estaremos más tranquilos», me dijo, y yo creí que me moriría en aquel mismo momento.
Mientras me iba pidiendo todos los datos necesarios para hacer la póliza se fue interesando por mi nueva situación y mostrándose encantada de que me hubieran ido tan bien las cosas. Cuando terminó, les dijo a algunos de sus compañeros quién era yo y en la oficina se armó un pequeño revuelo y por unos momentos me convertí en el protagonista.
Pasados unos minutos todos volvieron a sus tareas y yo tuve por fin que enfrentarme al momento que tanto había esperado y temido. Sin embargo, lo hice confiado porque el comportamiento de Elena me había dado a entender que todo iba salir como había pensado.
—¿Quieres tomar un café? —le dije.
Me miró y vi en sus ojos cómo la sorpresa se convertía en un gesto de incredulidad que no habría sido mayor si la hubiera invitado a atracar un banco.
—Es que… —comenzó a decir después de unos segundos eternos—, es que ya he salido esta mañana y… y no puedo volver a hacerlo.
Sabía que me estaba mintiendo porque yo había pasado la última hora y media en la cafetería a la que ella iba cada día.
—Vaya, qué pena —dije, evitando dejar traslucir que sabía que había mentido.
Vi el alivio en sus ojos al ver que yo me batía en retirada y aunque me apetecía salir de allí corriendo le dije:
—¿Otro día quizás?
—Sí… eso, otro día —dijo Elena de nuevo a la defensiva.
—A lo mejor vengo mañana —añadí, a pesar de que ya había decidido que nunca más volvería por allí.


Llegué a nuestra tienda con el corazón destrozado y ni siquiera me fijé en Cristina, quien no necesitó preguntarme nada porque llevaba todas las respuestas escritas en mi cara.
Sin hablar con ella, me metí en la trastienda a lamerme las heridas.

Tuvieron que pasar muchos años para que supiera que aquella mañana fue una de las peores de la vida de Cristina. Primero en la tienda, temiendo al mismo tiempo que Elena me partiera el alma y que no lo hiciera y después, viéndome aparecer por la puerta con la expresión de alguien a quien acaban de romperle el corazón. Fue muchos años después, cuando Cristina me lo dijo, cuando supe que había malgastado mi vida y la suya.



domingo, 9 de noviembre de 2014

Otro lunes

Tenía treinta y dos años y, por primera vez, tenía una cita. Había pasado los dos últimos meses en un estado que iba de la euforia al desánimo, de la ilusión al miedo al fracaso, de la esperanza al temor a sufrir un desengaño, pero el asedio al que la había sometido Julio fue derribando una por una todas sus defensas y, por fin, la tarde anterior habían quedado en ir cenar el sábado por la noche.
Ya había visto pasar dos autobuses por la parada en la que se encontraba esperando a que Julio pasara a recogerla y el temor empezaba a ganar terreno a la ilusión.
—Ve a la parada que hay frente al cine Capitol, yo pasaré por allí con mi coche y me ofreceré a llevarte a casa —le dijo Julio—. A nadie le extrañará que recoja a una compañera de trabajo para acercarla a su casa.
A Elena aquella estratagema le pareció un poco infantil, pero pensó que Julio necesitaba tener preparada alguna coartada si alguien le iba con el cuento a su mujer.
Miró su reloj y los diez minutos de retraso hicieron que un oscuro presentimiento ensombreciera por un momento su ilusión. Las dudas se disiparon por completo cuando el coche de Julio se detuvo delante de ella. Sin bajarse del coche abrió la puerta del acompañante y se dirigió a Elena:
—Si vas para casa te acerco.
—¡Vale! —respondió ella alegre, al tiempo que se subía al coche.

En el restaurante, la animada conversación de Julio, salpicada por continuas alusiones a su belleza y por lo feliz que se sentía a su lado, había llevado a Elena a un estado de plenitud que nunca había sentido.
La cena transcurrió entre confidencias, anécdotas que Julio iba introduciendo en los momentos en los que la conversación corría peligro de estancarse o deslizarse hacia asuntos demasiado serios.
Después de los postres, una copa compartida unida al vino de la cena hizo que Julio se mostrara más audaz y sus halagos dieron paso a sutiles insinuaciones que hacían que Elena se sintiera deseada y, sobre todo, la hacían a ella misma desear a Julio como nunca había deseado a ningún hombre.
La excitación que recorría todo su cuerpo al llegar a su rostro encendía sus mejillas hasta ponerlas al borde de la inflamación y por primera vez entendió cómo podría producirse una combustión espontánea.
Por fin, oyó a Julio decir lo que ella estaba deseando desde hacía un buen rato:
—Un amigo me ha dejado las llaves de una casa rural que tiene a un par de kilómetros de aquí… —dudó un momento, antes de añadir— ¿Crees que voy muy deprisa?
—Si no aceleras un poco, me muero —se oyó decir Elena, asombrada de su propia audacia.

Entraron en la casa mientras se besaban y abrazaban llenos de urgencia. Julio la condujo casi en volandas hasta el salón y allí fueron desnudándose el uno al otro al tiempo que besaban cada una de las partes del otro que iban dejando al descubierto.
Tras intentar sin éxito quitarle el pantalón, Julio se apartó un poco de Elena.
—Es mejor que te lo quites tú —dijo, mientras terminaba de quitarse sus propios pantalones—. Yo soy demasiado torpe.
Elena se desprendió de los pantalones mientras observaba a Julio sin atreverse siquiera a pestañear. El rostro de éste no dejó traslucir ninguna muestra de aversión al contemplarla desnuda, al ver su pierna izquierda, deforme, algo atrofiada y causante de su inevitable cojera.
El alivio que sintió Elena se transformó enseguida en agradecimiento y éste multiplicó, si ello era posible, el deseo que sentía por Julio.
—Te deseo —le dijo Julio, todavía de pie ante ella, que seguía tumbada en el sofá, esperándole.

Aquel lunes Elena llegó a la oficina con la ilusión asomándole a los ojos y una sonrisa iluminando su rostro. Sin embargo, pronto la mañana empezó a discurrir de una manera imprevista. Julio la saludó de lejos, con un vago gesto y apenas una sonrisa. Era la primera vez en meses que no se acercaba a su mesa nada más verla para decirle unas frases amables sobre lo bien que le sentaba la blusa o lo guapa que la veía con aquel peinado.
—Es el de siempre —le decía Elena divertida.
—A mí, cada día me pareces hermosamente diferente.
Pero ese lunes la esquivó durante toda la mañana y ella no pudo decirle cuánto lo había echado de menos durante el domingo, no pudo contarle que se había acostado más pronto que nunca para que el lunes llegara más rápido, pero que tardó mucho en conciliar el sueño desvelada recordando sus besos, sus caricias, reviviendo la noche del sábado.
El estado de ánimo de Elena había ido pasando por diferentes estados hasta que, al final de la mañana, el puño del miedo a sentirse víctima de una burla la aprisionaba de tal forma que casi le impedía respirar.
Cuando llegó la hora de la comida, hizo acopio del escaso ánimo que le quedaba, cogió el tupper con la ensalada que tenía en el cajón inferior de su mesa y se dirigió al comedor que había en la planta de arriba.
Una vez allí, empujó levemente la puerta; las carcajadas de los hombres que llegaron hasta ella desde dentro la hicieron detenerse, y de pronto oyó como uno de ellos, conteniendo apenas la risa, decía:
—¡No me digas que te has tirado a la coja!

domingo, 26 de octubre de 2014

Tomando café, libro de relatos

En este mismo blog puedes leer el relato Calles siquiendo este enlace. Es uno de los veinte relatos que contiene el libro Tomando Café, el cual se puede adquirir en formato kindle en Amazon y en formato ePub en Google Play

sábado, 13 de septiembre de 2014

No te sorprendas, cariño

De camino a casa Patricia se reprochaba, como cada martes y jueves desde hacía más de dos años, su falta de valentía. Trataba de acallar sus propios reproches diciéndose que no quería hacer daño a Raúl o que no estaba segura de no seguir sintiendo algo por él o que su historia con Marcos era sólo una diversión, y lo era, pero eso no cambiaba las cosas, o… Vueltas y más vueltas a lo de siempre, pero ella sabía que lo cierto era que no se atrevía a dar el paso, no quería enfrentarse a la situación, a un Raúl que le reprocharía su marcha y le rogaría que se quedara, que le diría que la quería y que si le dejaba todo terminaría para él. No quería ocuparse de buscar una casa nueva más pequeña y, seguramente, mucho menos lujosa que la actual. No quería enfrentarse a las complicaciones de vivir sola.
Pero odiaba llegar a casa cada martes y jueves y encontrarse la mesa puesta, a Raúl vestido como si fuera una ocasión especial y uno de sus platos favoritos preparado por él mismo <<para compensarte de las horas extra>>. Esos días Raúl estaba más encantador, amable y cariñoso que ningún otro día de la semana y Patricia lo odiaba por ello con toda su alma.
Lo suyo no era una historia de amor. No tenía dudas sobre su matrimonio porque se hubiera enamorado de otro. No. Lo suyo con Marcos era sexo y nada más. Y nada menos. Con él había descubierto otro mundo, hacía y se dejaba hacer cosas que nunca se había atrevido a hacer con Raúl, ni a pedirle que le hiciera él. Pero Marcos tomó la iniciativa desde el primer día y ella vio colmados sus deseos más ocultos. Pero los dos sabían que no había amor y que nunca se plantearían vivir juntos. Marcos había tenido bastante con dos matrimonios rotos y no estaba dispuesto a romper un tercero. Patricia, por su parte, no tenía previsto romper el suyo.
Sin embargo, el tiempo pasaba y las mentiras, las relaciones escondidas, estaban pasando factura y ella pasó de sentirse culpable a sentirse harta. Era el desprecio y el hastío lo que estaba terminando con su matrimonio.
Llegó por fin a su casa y todo sucedió como ya sabía, porque otra de las virtudes de Raúl, que ella odiaba intensamente, era la persistencia.
Pero esa noche Patricia no lo soportó más, se dejó llevar por una ira sorda que crecía desde su estómago hasta su cerebro y cuando quiso darse cuenta estaba diciéndole a Raúl lo que le había ocultado hasta entonces:
—Las tardes de los martes y los jueves que tu te pasas aquí encerrado, preparando una cena especial para mí, yo no estoy trabajando como crees, lo que estoy es con tu amigo Marcos en un hotel follando como locos.
Lo soltó así, de sopetón, sin aviso, a bocajarro. Y añadió fuera de sí y casi gritando:
—¡A ver si te enteras!
Raúl la miró, dejó sobre mesa la botella de cava que se disponía a abrir y casi susurrando le dijo:
—¿Te crees que no lo sabía?
Patricia se quedó mirándolo fijamente, no esperaba esa respuesta.
—Marcos no tardó ni una semana en decirlo en la reunión de la peña —continuó Raúl—. No dio nombres, pero no habría sido más claro si lo hubiera hecho.
Ella seguía mirándolo sin saber si decía la verdad o era la forma en que trataba de minimizar el golpe que acababa de recibir.
—No te sorprendas, cariño —siguió Raúl—. Marcos te follaba a ti y quería joderme a mí. Sinceramente, no sé que le gustaba más.

sábado, 9 de agosto de 2014

Sueños de amor

Tenía la mirada de las mujeres que tienen una historia a sus espaldas. Cuando te acercabas a ella, sus ojos te advertían, con un punto de tristeza, que tuvieras cuidado, pero Felipe creía que las personas podían rehacer su vida, torcer su destino, y por eso se empeñó en conquistarla.
Al principio, Elisa se resistió con todas sus fuerzas. Había sufrido mucho y habían sufrido mucho a su lado y no quería pasar por lo mismo otra vez. Ya no era joven, estaba en un punto indefinido entre los treinta y los cuarenta años que a ella misma ya casi le costaba precisar. y no tenía la seguridad de saber salir adelante un vez más.
Sin embargo, la insistencia de Felipe acabó por derribar las murallas que se habían ido debilitando con su perseverancia llena de ternura, admiración e ingenio.
El día que derribó su última resistencia fue cuando llegó a su casa asomando por el techo de una limusina con un ramo de flores en lo alto de su brazo extendido, remedando a Richard Gere en Pretty Woman.
Al verlo, Elisa se precipitó por la escaleras sin paciencia para esperar el ascensor y a punto estuvo de romperse la cabeza porque las lágrimas no le permitían ver los escalones.
Salió al portal y se echó en brazos de Felipe quien, antes de besarla, le susurró al oído: «creí que nunca llegaría este día».

Durante los catorce meses que duró su idilio, Felipe fue el hombre más feliz del mundo y Elisa nunca había sido tan feliz. Ninguna de sus relaciones había durado tanto tiempo y ningún hombre la había hecho sentir lo que Felipe. Cuando después de siete meses logró quitarse de la cabeza el miedo a que aquella historia terminara como todas y llegó a convencerse de que había esquivado su destino comenzó a vivir cada minuto, cada hora, cada día, como si fuera la protagonista de una historia perfecta y mágica.

Hacía sólo quince días que a Elisa se le encendió de nuevo aquella lucecita de alarma en una parte remota de su cerebro. Estaba sola en casa leyendo con la ventana abierta a una soleada tarde de verano. Quiso seguir leyendo y olvidar aquella alarma, pero no fue capaz de concentrarse de nuevo en la lectura. Cerró el libro y encendió el televisor y fue pasando uno a uno por todos los canales sin apenas detenerse en ninguno. Todo era inútil, la lucecilla seguía encendida en el fondo de su cabeza; casi no podía distinguirla, tenía que esforzarse mucho para comprobar que era, como siempre, como cada una de las otras veces, de un intenso color rojo.
Felipe llegó un par de horas después y ella disimuló su inquietud, su desasosiego, pero casi se le escapó un grito cuando él le propuso ir a cenar a un bonito restaurante al lado del mar.
Trató de disuadirlo, tendrían que coger el coche, él no podría beber y no disfrutaría de la cena si tenía que tomar solo agua. No pudo convencerle. Ya había reservado la mesa, una de las mejores y más solicitadas del restaurante con unas excelentes vistas sobre el Cantábrico. Era julio, el día estaba completamente despejado y podrían contemplar una incomparable puesta de sol mientras cenaban.
Con el corazón encogido y la luz de su cerebro convertida en un potente foco rojo que le advertía del peligro, Elisa tuvo que plegarse a los deseos de Felipe.
Todo transcurrió como Felipe le había anticipado: la puesta de sol les dejó sin aliento y en medio de las suaves sombras del ocaso dejaron transcurrir el tiempo lentamente mientras saboreaban los minutos juntos, abrazados, sin necesidad de decirse nada con palabras.
La alarma de Elisa que se había amortiguado hasta casi desaparecer, surgió de nuevo con mucha más intensidad cuando se levantaron y se dirigieron al coche para regresar a casa. A pesar de lo que había bebido durante la cena y en la sobremesa, Felipe no mostraba ninguna dificultad para conducir, pero Elisa iba sentada a su lado muerta de miedo.

Todo volvió a suceder exactamente igual que las otras veces. Los faros que deslumbraron a Felipe durante solo unas décimas de segundo, las suficientes para que no pudiera ver la cerrada curva a la izquierda. Su coche siguió en línea recta y se despeñó por el acantilado. Y el silencio, el silencio total y completo. Elisa pensó que estaba muerta, aquel silencio no podía significar otra cosa. Pero fue peor que la muerte. Nunca supo cuanto tiempo había transcurrido hasta que comenzó a escuchar los estertores de Felipe. No sabía dónde estaba, no podía moverse, ninguno de sus miembros obedecía a su cerebro, ni siquiera podía girar la cabeza y tampoco podía hablar. Finalmente dejó de sentir los quejidos de Felipe y supo que había muerto.
Aguzando el oído comenzó a sentir los ruidos del tráfico que llegaban muy amortiguados. Después escuchó el sonido de una sirena. El sonido se fue intensificando hasta que, de pronto, dejó de oírse. Elisa se quedó desconcertada, pero al cabo de un rato, comenzó a oír voces a su alrededor. «El hombre está muerto», oyó con claridad. Y a partir de ahí un torbellino de ruidos, palabras, medias frases, personas que susurraban a su lado o que de pronto gritaban sin que ella lograra entender qué decían.

No sabía cuánto tiempo hacía de eso, sólo que, desde entonces, se encontraba tumbada en aquella cama de hospital sin poder mover ni un músculo y enchufada a una máquina que hacía el trabajo que no podían hacer sus pulmones.
Sus días transcurrían en una extraña semiinconsciencia sin saber si era mañana o tarde, si estaba sola o acompañada. No le importaba, casi había llegado a acostumbrarse. Pero nunca se acostumbraría al terror de las noches en las que los sueños se apoderaban de ella. Nunca conseguía vencerlos, luchaba desesperadamente para no pasar de nuevo por todo aquello, pero, finalmente, después de muchas noches de asedio siempre alguno de los hombres que poblaban sus sueños terminaba por vencer su resistencia y volvía a revivir aquella pesadilla interminable.

domingo, 27 de julio de 2014

La metamorfosis

El despertador sonó a la hora de todas las mañanas y Javier se levantó, como siempre, sin darse un segundo de pausa.
Desayunó, se aseó y despidió a sus hijas que, como todos los días, salían corriendo de casa para no llegar tarde al colegio. Terminó de vestirse y se fue caminando al trabajo, media hora andando a buen paso que le servía de coartada para no hacer deporte.
Cerca de la oficina se detuvo a tomar un café y hojear el periódico. Cada vez lo miraba con menos atención: no soportaba leer más escándalos de corrupción y tediosas declaraciones de políticos en los que ya no creía.
Cuando estaba a punto de pagar, su móvil le avisó de que tenía un mensaje de whatsapp: “Está Terminator en la oficina”.
Casi se le cae el móvil de la mano. El mensaje era breve pero inequívoco. Terminator era el nombre que habían adjudicado a encargado de comunicar los despidos.
Javier ya había pasado por algunas fusiones y reestructuraciones de la empresa y siempre se había librado. Pero en esta ocasión no las tenía todas consigo, las ventas de su empresa habían caído en picado en los últimos meses y la crisis les estaba golpeando duramente. Su equipo de ventas tampoco era de los mejores y todos sabían que la empresa estaba reorientando sus esfuerzos hacia el mercado exterior y la venta por internet.
Sin embargo, la crisis duraba tanto y los rumores eran tan constantes que todos habían terminado por acostumbrarse y ya no hacían demasiado caso a lo que se decía. Pero la llegado de Terminator sólo podía significar una cosa: alguien se quedaría sin trabajo.
Javier llegó a la oficina y sus compañeros le señalaron hacia la puerta del despacho del delegado que estaba cerrada y, como se apresuraron a decirle, con éste y el enviado de recursos humanos reunidos.
No habían pasado más de diez minutos cuando hicieron pasar al despacho al primer empleado, el cual, quince minutos más tarde salió de allí con una expresión en la cara que hacía innecesaria la señal que hizo a sus compañeros con el dedo pulgar de su mano derecha señalando hacia el suelo.
Javier tuvo que ver ese mismo gesto otras dos veces antes de que le mandaran pasar al despacho.
Estaba tan aturdido que apenas oyó lo que le decían: porcentajes negativos, decrecimientos, rentabilidad... Cifras, números, datos y más datos hasta que Javier se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—Podéis seguir poniéndome números encima de la mesa un mes entero —les interrumpió—, pero no podréis convencerme de que el despido es culpa mía. Podríais haber tenido la decencia de hablar también de los veinte años que llevo en la empresa, de que he pasado media vida haciendo lo que se me decía aunque no estuviese de acuerdo, acatando órdenes, asumiendo objetivos, cumpliendo las metas; quitando horas a mi familia para asistir a cursos, reuniones, viajes...
Sé que no es culpa vuestra, que obedecéis órdenes, pero hay otra forma de hacer las cosas. Protegerse tras las cifras y los datos es una cobardía. Tratar de hacerme sentir culpable de mi propia ruina es miserable.
Javier abandonó el despacho, se dirigió a su mesa y comenzó a recoger sus cosas. De pronto se detuvo, recordó algo y abandonó al delegación sin hablar con nadie. Veinte minutos más tarde estaba de vuelta. El despacho tenía la puerta cerrada. Preguntó a sus compañeros si Terminator seguía allí y ante su respuesta afirmativa se acercó a la puerta y entró. Todo fue tan rápido que nadie se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. El delegado intentó levantarse y Javier lo sentó de nuevo dándole un empujón. Javier llegó hasta donde estaba Terminator y con un cuchillo, que nadie supo de dónde había salido, le atravesó el vientre. Después, sin escuchar los gritos ni las palabras de los compañeros que trataban de calmarle, le puso el cuchillo en el cuello, con un voz asombrosamente tranquila y mirándole a los ojos le dijo:
—Sé que no es culpa tuya, pero en la guerra no mueren los generales.
Los ojos de Terminator estaban a punto de salirse de las órbitas, sus manos intentaban inútilmente tapar la herida de su vientre por el que la sangre salía imparable y algo debió de ver en los ojos de Javier porque, con un hilo de voz que sólo éste pudo oír le dijo:
—Por Dios, no me mates... Tengo dos hijos.
—Yo también.
Con un movimiento rápido de la mano que empuñaba el cuchillo, Javier le rebanó el cuello.

Han pasado poco más de cinco años desde entonces. Los hijos de Javier tienen sus vidas y en los dos últimos años apenas le han visitado en un par de ocasiones. María, su esposa, le dejó antes de cumplir su primer año en prisión.

—Lo siento, Javier, pero no puedo seguir viéndote —le dijo en su última visita—. Sé que es culpa mía, pero no puedo mirarte a los ojos, me das miedo.

Durante aquellos años Javier se había convertido en una máquina casi perfecta para acumular rencor y transformarlo en odio y hoy, la primera vez que saldría con permiso de fin de semana, su corazón, su cabeza, su estómago, todo él rebosaba odio. Podía notarlo salir por sus poros cuando pensaba en María y tenía que esforzarse para alejarla de sus pensamientos y evitar que su odio se escapara y redujera la presión que le había mantenido vivo hasta ahora.

En la estación de autobuses de la ciudad, nada más bajarse del autobús que le trajo de vuelta desde la cárcel, Javier buscó una cabina y marcó el número de teléfono de su casa, de lo que había sido su casa. Al tercer tono oyó la voz cantarina de María.

—¿Ya vienes a buscarme?
—Todavía no, ¡zorra! —le respondió Javier—, pero no tardaré en hacerlo.


domingo, 20 de julio de 2014

La graduación

Sus padres le pusieron el nombre como una declaración de intenciones y Víctor escuchó, desde sus primeras horas de vida, mezclados con los arrullos, las esperanzas que tenían depositadas en él. Sería un triunfador: iría a la universidad y saldría de aquel barrio pobre, gris y lleno de mugre en el que ellos se habían criado y se veían obligados a vivir por no haber tenido unos padres que hubieran podido, ni sabido, darles una oportunidad para prosperar.
Luisa y Julio coincidían en su odio por el ambiente tosco y feo que los rodeaba y los dos se evadían de su destino viendo películas que los transportaban a otras vidas que nunca podrían vivir pero que soñaban para su hijo.
Desde muy pequeño, Víctor sufría sus pequeños fracasos infantiles no por lo que suponían para él, sino por el dolor que le causaban a sus padres. Siempre había sentido sobre sí la losa de la responsabilidad que habían cargado a sus espaldas: ser brillante en los estudios, el mejor, el que destacara por encima de todos sus compañeros.
Creció marginado por los chicos de su edad. Sin que él mismo supiera cómo, su comportamiento siempre desentonó de los demás chiquillos y las burlas de éstos y su propia incomodidad lo fueron aislando, mientras sus padres veían orgullosos cómo se mantenía alejado de la mala influencia de los niños del barrio.
Encerrado para estudiar durante el curso y leyendo incansable durante las vacaciones, Víctor siempre tuvo una madurez impropia de su edad. Vivía a través de las películas, que devoraba con la misma avidez que sus padres, y las novelas que le permitían viajar fuera de la atmósfera asfixiante de su hogar.
La universidad le dio la oportunidad de conocer a otras personas, otro mundo. Hizo amigos, comenzó a salir y divertirse, pero sin que ello le impidiese seguir siendo un estudiante brillante y superar los cursos sin dificultad.
Por fin finalizó los estudios. Sus padres estaban orgullosos, veían culminada la labor de su vida. En unos meses se celebraría la ceremonia de graduación y su hijo recibiría el premio al mejor expediente académico. Tenía varias ofertas de trabajo, una de ellas en la propia universidad para un proyecto de investigación. No podían esperar nada mejor.
Llegó el gran día. Los padres de Víctor no comprendieron por qué su hijo no había querido ir con ellos a la facultad, pero la alegría del momento no les permitió hacerse demasiadas preguntas.
Ya en el aula magna su hijo los saludó de lejos, con un gesto ambiguo, apenas esbozado. Ellos, cohibidos, se sentaron entre los demás padres a los que veían conversar con sus hijos, saludar a los amigos de éstos y a otros padres, pero ellos no conocían a nadie.
El acto académico fue largo y pesado y ellos pudieron ver cómo los demás padres también se movían impacientes e incómodos en sus asientos. Cuando por fin finalizó todo, salieron al exterior, su hijo les hizo un gesto vago con la mano mientras charlaba con otros compañeros y saludaba a otros padres. La felicidad de Luisa y Julio había comenzado a empañarse con la deliberada falta de atención de su hijo. Sin saber qué hacer, se mantuvieron en una zona alejada de los corros de padres y alumnos que charlaban animadamente, contemplando aquel mundo que parecía vetado para ellos.
Desde allí, vieron cómo Víctor se marchaba con sus amigos sin acercarse ellos, sin tan siquiera mirarles.
Fue la última vez que lo vieron.

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...