domingo, 23 de marzo de 2014

El año que fue martes (capítulo I)

Laura llegó después de él, pero esta vez no se sentó a su lado. A Juan le hizo gracia y pensó que estaría enfadada con él por algún motivo que, como otras veces, ignoraba por completo.
—¿No te sientas a mi lado? —preguntó con una sonrisa.
—Estoy mejor aquí —le contestó seria, sin mirarlo.
—¿Lo de siempre? —preguntó el camarero.
—No —dijo Laura—, yo tomaré una caña.
—Muchos cambios de repente —bromeó Juan.
—No lo sabes tú bien. —El tono de Laura era duro y sus ojos, esta vez sí lo miró, tenían el color gris de los momentos tormentosos que Juan reconoció de inmediato.
El silencio se prolongó el tiempo que el camarero tardó en servirles. Juan la miraba con curiosidad, mientras Laura permanecía obstinada con su mirada fija en el mármol de la mesa.
—Te dejo —le dijo Laura, sin levantar la vista, en cuanto el camarero les dio la espalda.
—No entiendo.
—Es sencillo: esto se acabó.
—Vuelves con él —afirmó Juan, que parecía haber encontrado la clave.
—Sí.
—No va a durar, lo sabes.
—No me importa.
—Te dejará otra vez.
—Tú qué sabes.
—Ya lo ha hecho antes.
—No quiero hacerte daño, Juan…
—¿No quieres hacerme daño? —Juan trataba de no levantar la voz.
—Es igual —dijo Laura al tiempo que se levantaba, como si hubiera decidido que no valía la pena esforzarse en dar más explicaciones.
—Espera —le dijo, mientras la retenía suavemente de la mano—. Todos los martes, a esta misma hora, te esperaré aquí mismo, por si decides volver.

Laura no volvió. Juan dejó de esperarla después de algunos martes. Él no tenía la esperanza de que volviera, pero quiso ser fiel a su palabra durante varias semanas porque no se habría perdonado que lo hiciera y no lo encontrara allí. Años después, su trabajo le llevó lejos de Gijón. Se casó, tuvo tres hijos. Enviudó. Sus hijos vivían en tres países distintos y, después de muchos años, se encontró solo.

Hacía dos semanas que le habían jubilado. Estuvo varios días noqueado, arreglando papeles como si viviera la vida de otra persona. Cuando terminó todos los trámites se encontró en su casa sin saber qué hacer. De pronto, vio el anuncio en televisión: «Asturias. Lo dice todo el mundo». Asturias. Gijón. Laura. La concatenación de esas tres palabras era inevitable. Siempre que oía Asturias o Gijón su pensamiento terminaba en Laura. ¿Cuánto tiempo hacía que no había vuelto? La última vez había ido al entierro de su madre. Un viaje rápido. El tanatorio. Una noche en la casa de sus padres. El entierro. Las instrucciones a un familiar para que pusiera la casa en alquiler. Y de regreso a su mundo.
En esa ocasión vio a Laura por última vez: dos besos y un «lo siento» de ella y un «gracias, Laura» de él y aquella sensación en el estómago que seguía sintiendo cada vez que la veía o la recordaba por algún motivo.
El caso es que no pudo recordar con exactitud cuántos años habían pasado: ¿cinco, siete? Podría consultar su agenda, allí estarían los apuntes de entonces. Pero qué más daba el tiempo que hubiera pasado. Recordó que no se debe regresar a los lugares en los que se fue feliz, pero, en Gijón, Juan había sido feliz y desgraciado, así que no veía ningún motivo para no regresar. No quería reconocer que, en el fondo, esperaba poder ver a Laura, saber de ella, retomar, quizás, la vieja amistad ahora que tenía tiempo para sí mismo. No estaba seguro, pero creía que alguien le había dicho hacía ya mucho tiempo que Andrés y Laura ya no estaban juntos y, no se quería hacer ilusiones, pero sentía un cosquilleo especial ante la posibilidad de retomar su relación.
Se conectó a internet, buscó los billetes de tren y bloqueó sus recuerdos para que no le molestaran durante el viaje.

Nada más descender del tren notó la humedad del aire y olió, o creyó oler, el mar cercano. El efecto evocador del olfato hizo que los recuerdos le asaltaran, sin que esta vez fuera capaz de mantenerlos a raya, y ahora se encontraba en la estación paralizado por el recuerdo de la última tarde con Laura.
—¿Necesita un taxi, señor? —La voz del taxista le sacó a medias de su ensoñación.
—Sí… sí, desde luego.
El taxista colocó el equipaje en el maletero.
—Usted dirá —dijo ya en el coche, mientras miraba al pasajero por el espejo retrovisor.
—¿Sigue existiendo el México Lindo?
—¿La cafetería del Muro? Por supuesto, allí sigue, como siempre.
Tras un breve silencio el taxista intentó entablar conversación.
—¿Hace mucho tiempo que no ha estado aquí?
—Sí, mucho tiempo —dijo distraído.
La ciudad pasaba ante él, desconocida. Ni siquiera estaba seguro de no confundir los edificios que creía recordar con los de alguna de las decenas de ciudades en las que había vivido a lo largo de su vida.
Los recuerdos, lo sabía por experiencia, son un material frágil que la memoria moldea a su gusto sin que nos demos cuenta y si alguna vez tenemos ocasión de confrontarlos con la realidad vemos con estupor que soportan difícilmente la prueba.
Juan suponía que si eso ocurría con las cosas materiales, los edificios, las calles… cuánto más sucedería con los sentimientos, las sensaciones. Por eso se preguntaba si sus recuerdos respondían siquiera aproximadamente a lo realmente vivido.
Con esos pensamientos rondando en su cabeza, por fin vio el mar, pero enseguida el taxi volvió a adentrarse por calles entre edificios que impedían su vista. El taxista observó por el espejo a su cliente y creyó necesario aclarar:
—Cosas del ayuntamiento. Enseguida volvemos al paseo marítimo. Se empeñaron en salvar ese edificio que se cae a trozos y por eso tenemos que dar este rodeo.
Juan no precisaba de aclaraciones, recordaba la polémica que hubo con la conservación del edificio cuando él era un joven estudiante. En aquel tiempo también él era partidario de conservarlo, como finalmente se hizo, pero ahora ya no estaba tan seguro de que hubiera sido un acierto. Los años le hacían relativizar muchas cosas y la duda formaba parte de su manera de ser, al contrario de tantas personas a las que los cumpleaños les proporcionaban cada vez más certezas.
El mar volvía a estar al frente y en cuanto el taxi giró a la derecha, vio el edificio de la cafetería tal como lo recordaba, aunque su entorno se notaba remozado, con un aspecto más moderno y menos acogedor.
Ya en el interior del local, lo notaba cambiado, pero era más una sensación que la constatación de unos cambios concretos. Las mesas seguían teniendo la tapa de cristal, pero seguramente serían otras, pues difícilmente habrían aguantado el paso de los cuarenta años que lo separaban de entonces. Tampoco podía recordar si el color que tenían las paredes ahora era el de entonces. Todo le resultaba familiar, pero con un algo diferente que no sabía identificar. Se sentó en una mesa al lado de la cristalera justo en el momento que comenzó a descargar la tormenta. La lluvia golpeando con fuerza contra los cristales de la cafetería le hizo sentir ese extraño vértigo que producen los déjà vu.
De pronto, su corazón dio un vuelco al escuchar a su espalda:
—¿Lo de siempre?
Miró hacia atrás y vio al camarero atendiendo otra mesa. Sonrió burlándose de su propia estupidez, pero no pudo impedir que los recuerdos le abordaran de nuevo.
Laura se había ido a vivir con Andrés pocos meses después y aunque él quiso aparentar que no les guardaba rencor, no pudo seguir comportándose como si nada hubiera pasado y, poco a poco, se fue alejando; hasta que cambió de amigos. Después, el trabajo y la vida hicieron el resto, lo mantuvieron alejado de allí. Eso se decía, aunque sabía que se engañaba, que podría haber mantenido el contacto con sus amigos, regresado durante las vacaciones. Otros lo hacían. Algunos compañeros de trabajo nunca perdieron el contacto con los suyos y regresaban con ellos siempre que tenían ocasión. Irene, su esposa, fue también un buen ejemplo de que la distancia podía combatirse si se deseaba. Pero él no, él decidió cerrar aquel capitulo de su vida y no regresó más que por obligación y cuando no tuvo otra alternativa. (Capítulo I de El año que fue martes, de Ernesto Valfer. Puedes adquirirla en Amazon)

jueves, 20 de marzo de 2014

El año que fue martes, de Ernesto Valfer

Sinopsis

Juan, viudo y recién jubilado, con sus tres hijos ya adultos y con vidas propias en el extranjero, se encuentra solo y decide regresar a Gijón: la ciudad que le vio nacer y donde pasó su infancia, su adolescencia y los primeros años de su juventud. Volver a pisar los mismos lugares y su reencuentro con Laura, su primer amor, despiertan en ambos sus recuerdos más lejanos; repasan lo que ha sido su vida, con sus logros y sus errores, y se replantean su presente.
Otra sombra del pasado, Andrés, el exmarido de Laura, otro amigo de la infancia, también ha decidido volver tras largos años de ausencia.
Una novela intimista que nos recuerda que la vida no es un camino recto, sino un sendero lleno de encrucijadas, que nos hacen detenernos y nos obligan a elegir alguna de las direcciones, llevados por las circunstancias o por nuestra propia voluntad, sin que, en muchas ocasiones, nos demos cuenta de que esos cambios de rumbo van forjando, para bien o para mal, nuestro destino y, también, el de las personas que nos rodean.

Puedes comprarla en Amazon: El año que fue martes


domingo, 2 de marzo de 2014

Hasta que la muerte nos separe, de Manuel Pérez Recio

Hasta que la muerte nos separe es un libro de relatos de Manuel Pérez Recio que tienen como tema común la muerte.
Los relatos están escritos con un estilo ágil y directo. Son relatos breves que no dan concesiones a la distracción ni a las florituras.
Algunos tienen planteamientos inquietantes, la mayoría dejan un final sugerente, abierto a la imaginación del lector. Y, a pesar del tema que tratan, no caen en el morbo ni en el trazo grueso.
Quien quiera disfrutar de unas horas de lectura entretenida y de calidad, este libro no le defraudará.
El blog del autor es La delgada línea negra, aquí puedes encontrar opiniones de otros lectores y los enlaces a la librerías donde puedes adquirirlo, tanto en papel como en formato digital.

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...