sábado, 19 de abril de 2014

Relaciones laborales


Salió de casa muy temprano, a la hora que acostumbraba a ir al trabajo. Sin embargo, hoy, por primera vez en cuarenta años, no tenía trabajo al que ir. El día anterior había conseguido que su empresa le firmase el finiquito y le liberase de la pesada carga de tener que ir a trabajar cada día. No había sido fácil y, además, le había costado un buen puñado de dinero y un montón de horas de negociación para evitar ir a los juzgados, como la empresa había pretendido desde un principio. Afortunadamente el último acuerdo patronal-sindicatos recién firmado, quinto en estos siete primeros años del siglo XXII, establecía unas condiciones más favorables para que el trabajador pudiese abandonar la empresa. Se mantenían las condiciones objetivas que ya se habían establecido en los acuerdos anteriores, pero se contemplaban unas posibilidades por excepción que permitían al trabajador iniciar un proceso de «regulación de empleador» mediante el cual podía llegar a prescindir del empresario y verse liberado de la obligación de trabajar. De acuerdo con la reforma constitucional del año dos mil cincuenta, todo español tenía la obligación de trabajar una vez cumplidos los dieciséis años o finalizados los estudios que el estado le hubiese programado. Esta obligación se amplió a todos los residentes en España, cualquiera que fuese su nacionalidad, en la reforma de dos mil sesenta y tres, después de las presiones de la patronal, que consideraba demasiado rígido un mercado de trabajo que sólo obligaba a los residentes de nacionalidad española, pues el continuo descenso de éstos, derivado de la baja natalidad que se venía arrastrando desde los años ochenta del siglo XX, hacía que los empresarios españoles estuvieran, según ellos, en inferioridad de condiciones ante sus competidores del resto de la UEA (Unión Europea y Africana), que tenían legislaciones menos rígidas, que permitían, incluso, que el Ministerio de Trabajo correspondiente organizara inmigraciones masivas de trabajadores de sus antiguas colonias cuando los trabajadores del país, ante la escasez de mano de obra, se resistían a la firma de convenios colectivos con descensos de salario razonables, que ponían en peligro el aumento de los legítimos beneficios a los que todo empresario, por el sólo hecho de serlo, tenía derecho (reforma constitucional de dos mil veintitrés, pactada entre patronal y sindicatos y refrendada con alborozo por las Cortes Españolas en reunión plenaria en la que todos los partidos políticos alabaron la madurez y responsabilidad de los representantes de los trabajadores).
La sonrisa de Javier se iba ampliando a medida que recordaba cada detalle de su negociación y la habilidad con la que había sabido llevarla. Con la nueva reforma laboral en la mano se había presentado en el departamento de recursos humanos y les había entregado por duplicado la solicitud de cese en sus labores de trabajador, la cual había diligenciado, como era preceptivo, en el Instituto Nacional de Empleadores (antiguo INEM). En dicha solicitud figuraba la oferta de indemnización a la empresa por dejar el trabajo veintidós años antes de la edad mínima de jubilación.
Se había pasado toda su vida ahorrando y jugando a toda clase de loterías y quinielas, pero había merecido la pena, al fin, el premio gordo de la lotería de Navidad, le había permitido librarse de su empresario. Era un afortunado en una sociedad en la que hombres y mujeres estaban obligados a trabajar hasta los ochenta años para alcanzar una plaza en un asilo público y sólo unos pocos privilegiados lograban reunir el dinero suficiente para comprar su libertad.

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