Salió
de casa muy temprano, a la hora que acostumbraba a ir al trabajo. Sin
embargo, hoy, por primera vez en cuarenta
años, no tenía trabajo al que ir. El día anterior había
conseguido que su empresa le firmase el finiquito y le liberase de la
pesada carga de tener que ir a trabajar cada día. No había sido
fácil y, además, le había costado un buen puñado de dinero y un
montón de horas de negociación para evitar ir a los juzgados, como
la empresa había pretendido desde un principio. Afortunadamente el
último acuerdo patronal-sindicatos
recién firmado, quinto en estos siete primeros años del siglo XXII,
establecía unas condiciones más favorables para que el trabajador
pudiese abandonar la empresa. Se mantenían las condiciones
objetivas que ya se habían establecido en los acuerdos anteriores,
pero se contemplaban unas posibilidades por excepción que permitían
al trabajador iniciar un proceso de «regulación de empleador»
mediante el cual podía
llegar a prescindir del empresario y verse liberado de la obligación
de trabajar. De
acuerdo con la reforma constitucional del año dos mil cincuenta,
todo español tenía
la obligación de trabajar una vez cumplidos los dieciséis años o
finalizados los estudios que el estado le hubiese programado. Esta
obligación se
amplió a todos los residentes en España, cualquiera que fuese su
nacionalidad, en la reforma de dos mil sesenta y tres, después de
las
presiones
de la patronal,
que consideraba demasiado rígido un mercado de trabajo que sólo
obligaba a los residentes de nacionalidad española, pues el continuo
descenso de éstos, derivado de la baja natalidad que se venía
arrastrando desde los años ochenta del siglo XX, hacía que los
empresarios españoles estuvieran, según ellos, en inferioridad de
condiciones ante sus competidores del resto de la
UEA (Unión Europea y Africana),
que tenían legislaciones menos rígidas, que
permitían,
incluso, que
el
Ministerio de Trabajo correspondiente organizara
inmigraciones masivas de trabajadores de sus antiguas colonias cuando
los trabajadores del país, ante la escasez de mano de obra, se
resistían a la firma de convenios colectivos con descensos de
salario razonables, que ponían
en peligro el aumento de los legítimos beneficios a los que todo
empresario, por el sólo hecho de serlo, tenía derecho (reforma
constitucional de dos mil veintitrés, pactada entre patronal
y sindicatos
y refrendada con alborozo por las Cortes Españolas en reunión
plenaria en la que todos los partidos políticos alabaron la madurez
y responsabilidad de los representantes de los trabajadores).
La
sonrisa de Javier se iba ampliando a medida que recordaba cada
detalle de su negociación y la habilidad con la que había sabido
llevarla. Con la nueva reforma laboral en la mano se había
presentado en el departamento de recursos humanos y les había
entregado por duplicado la solicitud de cese en sus labores de
trabajador, la cual había diligenciado, como era preceptivo, en el
Instituto Nacional de Empleadores (antiguo INEM). En dicha solicitud
figuraba la oferta de indemnización a la empresa por dejar el
trabajo veintidós años antes de la edad mínima de jubilación.
Se
había pasado toda su vida ahorrando y jugando a toda clase de
loterías y quinielas, pero había merecido la pena, al fin, el
premio gordo de la lotería de Navidad, le había permitido librarse
de su empresario. Era un afortunado en una sociedad en la que hombres
y mujeres estaban obligados a trabajar hasta los ochenta años para
alcanzar una plaza en un asilo público y sólo unos pocos
privilegiados lograban reunir el dinero suficiente para comprar su
libertad.
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