El despertador sonó
a la hora de todas las mañanas y Javier se levantó, como siempre,
sin darse un segundo de pausa.
Desayunó, se aseó
y despidió a sus hijas que, como todos los días, salían corriendo
de casa para no llegar tarde al colegio. Terminó de vestirse y se
fue caminando al trabajo, media hora andando a buen paso que le
servía de coartada para no hacer deporte.
Cerca de la oficina
se detuvo a tomar un café y hojear el periódico. Cada vez lo miraba
con menos atención: no soportaba leer más escándalos de corrupción
y tediosas declaraciones de políticos en los que ya no creía.
Cuando estaba a
punto de pagar, su móvil le avisó de que tenía un mensaje de
whatsapp: “Está Terminator en la oficina”.
Casi se le cae el
móvil de la mano. El mensaje era breve pero inequívoco. Terminator
era el nombre que habían adjudicado a encargado de comunicar los
despidos.
Javier ya había
pasado por algunas fusiones y reestructuraciones de la empresa y
siempre se había librado. Pero en esta ocasión no las tenía todas
consigo, las ventas de su empresa habían caído en picado en los
últimos meses y la crisis les estaba golpeando duramente. Su equipo
de ventas tampoco era de los mejores y todos sabían que la empresa
estaba reorientando sus esfuerzos hacia el mercado exterior y la
venta por internet.
Sin embargo, la crisis
duraba tanto y los rumores eran tan constantes que todos habían
terminado por acostumbrarse y ya no hacían demasiado caso a lo que se
decía. Pero la llegado de Terminator sólo podía significar
una cosa: alguien se quedaría sin trabajo.
Javier llegó a la
oficina y sus compañeros le señalaron hacia la puerta del despacho
del delegado que estaba cerrada y, como se apresuraron a decirle, con
éste y el enviado de recursos humanos reunidos.
No habían pasado
más de diez minutos cuando hicieron pasar al despacho al primer
empleado, el cual, quince minutos más tarde salió de allí con
una expresión en la cara que hacía innecesaria la señal que hizo a sus
compañeros con el dedo pulgar de su mano derecha señalando hacia el
suelo.
Javier tuvo que ver
ese mismo gesto otras dos veces antes de que le mandaran pasar al
despacho.
Estaba tan aturdido
que apenas oyó lo que le decían: porcentajes negativos,
decrecimientos, rentabilidad... Cifras, números, datos y más datos
hasta que Javier se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.
—Podéis seguir
poniéndome números encima de la mesa un mes entero —les
interrumpió—, pero no podréis convencerme de que el despido es
culpa mía. Podríais haber tenido la decencia de hablar también de
los veinte años que llevo en la empresa, de que he pasado media vida
haciendo lo que se me decía aunque no estuviese de acuerdo, acatando
órdenes, asumiendo objetivos, cumpliendo las metas; quitando horas a
mi familia para asistir a cursos, reuniones, viajes...
Sé que no es culpa
vuestra, que obedecéis órdenes, pero hay otra forma de hacer las
cosas. Protegerse tras las cifras y los datos es una cobardía.
Tratar de hacerme sentir culpable de mi propia ruina es miserable.
Javier abandonó el
despacho, se dirigió a su mesa y comenzó a recoger sus cosas. De
pronto se detuvo, recordó algo y abandonó al delegación sin hablar
con nadie. Veinte minutos más tarde estaba de vuelta. El despacho
tenía la puerta cerrada. Preguntó a sus compañeros si Terminator
seguía allí y ante su respuesta afirmativa se acercó a la puerta y
entró. Todo fue tan rápido que nadie se dio cuenta de lo que estaba
ocurriendo. El delegado intentó levantarse y Javier lo sentó de
nuevo dándole un empujón. Javier llegó hasta donde estaba
Terminator y con un cuchillo, que nadie supo de dónde había
salido, le atravesó el vientre. Después, sin escuchar los gritos ni
las palabras de los compañeros que trataban de calmarle, le puso el
cuchillo en el cuello, con un voz asombrosamente tranquila y
mirándole a los ojos le dijo:
—Sé que no es
culpa tuya, pero en la guerra no mueren los generales.
Los ojos de
Terminator estaban a punto de salirse de las órbitas, sus
manos intentaban inútilmente tapar la herida de su vientre por el
que la sangre salía imparable y algo debió de ver en los ojos de
Javier porque, con un hilo de voz que sólo éste pudo oír le dijo:
—Por Dios, no me
mates... Tengo dos hijos.
—Yo también.
Con un movimiento
rápido de la mano que empuñaba el cuchillo, Javier le rebanó el
cuello.
Han pasado poco más
de cinco años desde entonces. Los hijos de Javier tienen sus vidas y
en los dos últimos años apenas le han visitado en un par de
ocasiones. María, su esposa, le dejó antes de cumplir su primer año
en prisión.
—Lo siento,
Javier, pero no puedo seguir viéndote —le dijo en su última
visita—. Sé que es culpa mía, pero no puedo mirarte a los ojos,
me das miedo.
Durante aquellos
años Javier se había convertido en una máquina casi perfecta para
acumular rencor y transformarlo en odio y hoy, la primera vez que
saldría con permiso de fin de semana, su corazón, su cabeza, su
estómago, todo él rebosaba odio. Podía notarlo salir por sus poros
cuando pensaba en María y tenía que esforzarse para alejarla de sus
pensamientos y evitar que su odio se escapara y redujera la presión
que le había mantenido vivo hasta ahora.
En la estación de
autobuses de la ciudad, nada más bajarse del autobús que le trajo
de vuelta desde la cárcel, Javier buscó una cabina y marcó el
número de teléfono de su casa, de lo que había sido su casa. Al
tercer tono oyó la voz cantarina de María.
—¿Ya vienes a
buscarme?
—Todavía no,
¡zorra! —le respondió Javier—, pero no tardaré en hacerlo.