lunes, 15 de diciembre de 2014

Esta noche

Se encerró en su despacho después de cenar. Era una precaución innecesaria puesto que vivía solo y no había peligro de que nadie le interrumpiera. Dejó el vaso de güisqui sobre la mesa, abrió el cajón archivador y buscó al fondo, detrás de las carpetas, sacó la cuerda enrollada y la dejó también sobre la mesa delante de él. En el cajón superior tenía una Biblia, la cogió, pasó las hojas rápidamente ayudándose del dedo pulgar de su mano derecha mientras la sujetaba por el lomo con la mano izquierda. Casi en la mitad exacta del libro encontró la hoja que buscaba, una cuartilla doblada en dos por la mitad. Devolvió la Biblia al cajón, cerró éste con cuidado y a continuación desdobló la cuartilla y la depositó encima de la mesa al lado de la cuerda. Estaba escrita de su puño y letra y exponía de manera cruda las razones que lo habían llevado a dar el paso que iba a dar. La había escrito hacía varias semanas sabiendo que este día llegaría y, al fin, había llegado.
Tomó un trago largo del vaso, cogió la cuerda y se quedó mirándola, pero sin verla, acariciándola sin darse cuenta, mientras sus pensamientos volaban muy lejos.

Estaba en la cumbre del éxito profesional, había llegado muy alto en su empresa y tenía varias ofertas muy interesantes que supondrían un salto definitivo. Su matrimonio funcionaba razonablemente después de treinta años y su  hijo estaba terminando sus estudios de manera brillante, tenía por delante un futuro esperanzador. Pero aquella noche se despertó empapado en sudor, sus ojos estaban abiertos como platos y una pregunta, una única pregunta, ocupaba todo su cerebro hasta la última de sus neuronas: ¿qué estoy haciendo aquí?
No es que no supiera dónde se encontraba. Lo sabía perfectamente: estaba en un lujoso hotel de Hamburgo después de firmar un sustancioso contrato para su empresa y a la mañana siguiente tomaría el avión de regreso a casa. No había perdido la noción del tiempo, no eran esos segundos de desconcierto cuando te despiertas en plena noche y por un momento no sabes dónde estás. No, no era eso. Era una pregunta… No, era la pregunta. Y, sobre todo, era el miedo a no tener una respuesta.

En sus momentos de duda siempre acudía a la seguridad de los suyos: el cariño de su mujer, lo afortunado que se sentía con su hijo. Eran certezas que le hacían sentirse seguro, eran el ancla de respeto de la que tenía que echar mano en ocasiones, cuando, de pronto, se sentía amenazado por vientos demasiado fuertes o cuando la tormenta arreciaba más de la cuenta. Así que trató de buscar el refugio habitual, pero en su interior ni el recuerdo de su mujer, ni el de su hijo le procuraron esta vez la serenidad. Estaba sentado en la cama en medio de la oscuridad, muerto de miedo y temiendo encender la luz convencido de que lo que vería sería todavía peor.
No sabía cuánto tiempo había pasado cuando la alarma de su teléfono móvil le sacó de un extraño sopor y se encontró totalmente tapado con la sábana, incluida la cabeza, en posición fetal y completamente desnudo. No recordaba haberse quitado el pijama, pero estaba claro que lo había hecho en algún momento de la noche.
Se levantó sintiéndose agotado, pero la ducha y, ya en la cafetería del hotel, el desayuno le hicieron sentirse de nuevo el de siempre, sin embargo, en una parte remota del cerebro de Enrique habían anidado la duda y el miedo.

No habló con nadie de lo ocurrido, ni siquiera con Julia, no sabría cómo explicarle lo que le ocurrió aquella noche en el hotel de Hamburgo. Esperaba poder olvidarlo, que el recuerdo fuera desvaneciéndose hasta quedar convertido en un vago recuerdo antes de pasar al olvido definitivo. Sin embargo, nada de eso ocurrió, la alarma seguía encendida en lo más profundo de su mente o puede que de su alma. Era una tenue luz, como una lejana e imprecisa advertencia, durante todo el día, mientras estaba ocupado con los asuntos del trabajo o mientras disfrutaba con Julia del escaso tiempo de ocio que le permitía su trabajo, pero cuando llegaba la noche la luz allí dentro se hacía muy intensa, se ponía en primer plano y el aviso de peligro, aunque no sabía de qué peligro, no sería más real si estuviera paseando por una cornisa a cien metros de altura. Y todas esas señales estaban acompañadas por el insomnio. No había vuelto a dormir seis horas seguidas desde aquella noche.

Dos meses más tarde, empezó a sentir los efectos de la falta de descanso nocturno, el cual se vio agravado porque, para huir de la desazón que le asaltaba en cuanto su mente tenía un segundo de distracción, había optado por volcarse por completo en el trabajo.
Julia se mostraba comprensiva y trataba de convencerle para que acudiera al médico, pues veía alarmada el deterioro físico de Enrique: había adelgazado varios kilos, el pelo se le había vuelto casi completamente blanco, las arrugas habían tomado en su rostro carta de naturaleza y, sobre todo, mostraba una irritabilidad desconocida hasta entonces.
Sin embargo, Enrique no hacía caso y lo achacaba todo a que tenía mucho trabajo y aseguraba a Julia que en pocos meses todo volvería a la normalidad. Pero él sabía que era mentira, que lo del trabajo era una excusa, que muchas veces se quedaba en su despacho repasando informes cuyo contenido conocía a la perfección o preparando proyectos que bien podría hacer alguno de los departamentos de la empresa si estuvieran lo suficientemente avanzados como para que merecieran dedicarles algo de tiempo.

Su matrimonio no resistió la prueba y Julia terminó abandonando su casa, abatida por el sentido de culpa que le producía dejar a Julio solo con sus demonios, pero incapaz de seguir viviendo el infierno en que se había convertido su hogar en los últimos meses.
Su hijo consiguió una beca en una universidad extranjera y se fue con la cara de los presos recién liberados y un vago «ya os llamaré» que a Enrique le sonó a «olvidaros de mí».
La noche del día que Julia le dejó Enrique escribió la carta convencido de que no podría seguir adelante solo, y con el íntimo regocijo de que también se estaba vengando de su mujer por haberlo abandonado. Junto al miedo siempre presente flotaba también la idea de si él habría sido capaz de seguir al lado de Julia en una situación parecida. Y flotando la dejó porque no estaba dispuesto a abandonar el papel de víctima que se había adjudicado.
Cuando terminó de escribir se dio cuenta de que estaba totalmente decidido a terminar con todo, pero que no se había detenido ni un segundo a pensar cómo lo haría.
Al día siguiente compró la cuerda, una vez que hubo decidido cuál sería la mejor forma de hacerlo, y la guardó, como la carta, hasta que llegara el momento.
Había pasado más de un mes desde entonces y cada noche repetía el mismo ritual con el que trataba de ahuyentar los ataques de pánico, así los había denominado el psiquiatra, que le seguían asaltando cuando menos lo esperaba.

Apuró el güisqui que quedaba en su vaso y, al poco tiempo, se quedó dormido con la cabeza apoyada en la mesa.

Despertó tumbado en el suelo, encogido en posición fetal, sudoroso, temblando y muerto de miedo. Cuando fue capaz de incorporarse, se acercó a la mesa, guardó de nuevo la carta dentro de la Biblia y metió la cuerda en el fondo del cajón archivador mientras se decía «esta noche, lo haré esta noche…»

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