Todo
empezó a ir mal un día normal, como tantos otros. En el trabajo, a
media mañana, su jefe lo llamó a su despacho para decirle que el
proyecto en el que había estado trabajando los últimos dos meses
casi a tiempo completo había sido descartado por la dirección y, lo
que era más importante para su futuro, no les había parecido nada
bien que le hubiera dedicado tanto tiempo.
--En
realidad dijeron perder –le dijo--, que hubieras perdido tanto
tiempo.
A
Lucas no le pasó desapercibido que su jefe utilizara siempre la
segunda persona del singular, cuando hasta ayer mismo siempre había
utilizado la primera del plural para referirse al proyecto.
Salió
del despacho con la cabeza dándole vueltas y con una sensación en
el estómago a la que no quería llamar miedo, aunque sabía que era
eso: miedo, puro miedo.
En
cuanto pudo abandonó la oficina y regresó a casa. No tenía ganas
de hablar, pero sí de acurrucarse al lado de Elena y que ella le
pasara los dedos por las sienes y entre su pelo, como hacía a veces
cuando él llegaba a casa agotado por un día de intenso trabajo.
Pero
esa tarde Elena estaba poco dispuesta a ser la compañera cariñosa y
compresiva y casi nada más atravesar la puerta abrió la caja de los
reproches y echó todo su contenido encima de Lucas sin que éste
entendiera qué estaba ocurriendo. Casi una hora después acabó por
averiguar que se había olvidado, por enésima vez, de que ese día
era Santa Elena. Lucas no había felicitado a su esposa y, por
supuesto, no había comprado ningún regalo ni tenía preparada
ninguna sorpresa.
Pero
no todo terminó ahí. Con su tercer güisqui en la mano y tratando
de olvidar que se sentía como guiñapo que, seguramente, en pocos
días pasaría a ser un anónimo parado más en un país de casi
cinco millones de personas sin empleo, se encontraban en el salón
mirando al televisor sin prestar ninguna atención al mismo cuando
oyó romperse un cristal en la parte de atrás de la casa.
Sus
sentidos se pusieron alerta. Se levantó con sigilo tratando de
escuchar algún ruido más que le confirmase lo que suponía. Creyó
oír algunos susurros y el chasquido de cristales al ser pisados.
Antes de salir del salón tomó un candelabro de la mesa del comedor,
lo sopesó unos momentos en su mano y decidió que podía ser
adecuado para golpear a los intrusos. Caminó pegado a la pared del
pasillo, pero sin rozarla, la casa estaba en silencio y el roce de la
tela podía ser suficiente para delatar su presencia. Llegó a la
puerta de la cocina. Se detuvo a escuchar lo que ocurría al otro
lado de la pared. Murmullos, ruido de cristales y pasos de alguien
que se movía inseguro por la estancia. Se agachó y se asomó con
cuidado. Lo vio en medio de la cocina, agachado, como si buscara algo
en el suelo. Se acercó a él lentamente, levantó el candelabro que
llevaba en su mano derecha preparándose para descargar toda la furia
que tenía acumulada contra el ladrón, qué otra cosa podría ser
alguien que se había colado en su casa a medianoche rompiendo el
cristal de una ventana.
Estaba
ya encima de él cuando éste giró la cabeza e intentó
incorporarse. Lucas, asustado, golpeó con el candelabro con todas
sus fuerzas. Mientras su brazo descendía cargado de furia oyó la
voz de su hijo:
--¡Papá,
¿qué...?
Lucas
sintió un ruido sordo y una extraña sensación en su mano cuando el
candelabro impactó contra el cráneo de su hijo.