domingo, 15 de mayo de 2016

La Casa Grande

Desde el coche contempló la casa que coronaba la pequeña loma. La Casa Grande. Siempre la había llamado así cuando era niño y ahora, después de más de veinte años, no podía recordar el nombre de la finca que estaba tallado en la piedra de uno de los pilares de la entrada.
Aparcó el coche en una de las calles que conducían a la plaza mayor, ahora reservada para los peatones que ya no había en el pueblo, porque éste moría lentamente con cada vecino  que lo abandonaba camino del cementerio o del asilo.
Desde la plaza mayor tomó la calle que subía, no del todo recta, hasta la entrada de la casa.
Recordaba cuándo, junto a los demás niños del pueblo, se agolpaba a la entrada de la finca para ver llegar a los coches procedentes de la capital para asistir a alguna de las fiestas que allí se celebraban, y cómo enseguida llegaba el jardinero y los alejaba de malos modos. Ellos salían corriendo hasta la casa de enfrente y se quedaban allí apostados, burlándose de aquel hombre que los miraba amenazador.
Si no fuera por las fiestas y por los balones, sobre todo por los balones, la Casa Grande habría pasado desapercibida para los niños de su edad; pero la Casa Grande era para ellos un suplicio, siempre pendientes de que el balón no pasara por encima de la verja y fuera a caer dentro de la finca, porque nadie se lo iba a devolver.
La primera vez que Armando vio cómo su balón se perdía dentro del jardín, no se resignó y se fue corriendo a su casa para contarle a su padre lo ocurrido. Su padre era fuerte y él lo había visto más de una vez enfrentarse a alguno de sus vecinos. Sin embargo, esta vez su padre levantó la cabeza, lo miró fijamente a los ojos y le dijo: <<Ya les llegará su hora>>.
Armando vio con toda claridad el odio reflejado en los ojos de su padre.
Había llegado a unas decenas de metros de la casa y desde allí pudo ver los claros signos de su decrepitud: las puertas y ventanas estaban descoloridas si apenas rastros de pintura, algunas hierbas asomaban por los bordes del tejado y el jardín estaba totalmente invadido por la maleza. La en otros tiempos impresionante verja se encontraba cubierta de óxido y no quedaba el menor rastro de la pintura negra de los barrotes, ni de la dorada de las puntas de sus extremos superiores.
A su derecha, enfrente de la entrada, vio un pequeño bar con dos mesas vacías en el exterior esperando que la caída del sol, ya próxima, animara a algún cliente a ocuparlas.
Armando se sentó ante una de ellas.
Cuando había consumido la mitad de su cerveza el sol se ocultó detrás de la casa y casi al mismo tiempo una de las ventanas de la planta baja se iluminó con un débil luz amarillenta.
No se había equivocado, la casa estaba habitada.
Esperó un poco más hasta que las sombras se adueñaron del entorno. Entonces se levantó, dejó dos monedas sobre la mesa y se fue caminando dejando la finca de la Casa Grande a su izquierda. Cuando llegó a la parte posterior la oscuridad era total. Se acercó a la verja y esperó. Si dentro hubiera algún perro se acercaría para comprobar quien merodeaba por allí o ladraría tratando de ahuyentar al intruso. Todo siguió en silencio.
Se desprendió de la mochila que llevaba a la espalda y la colgó de la parte superior de la verja. Después pasó él por encima y cuando estuvo al otro lado se quedó de nuevo inmóvil y agazapado, escuchando. Ni rastro de perros.
Descolgó la mochila, era pesada, pero prefirió llevarla colgando de sus manos delante de él. Si lo descubriesen podría dejarla caer y estaría libre para defenderse o para salir corriendo si fuera necesario, sin el estorbo que supondría llevar veinte kilos a la espalda.
Llegó hasta la fachada posterior de la casa, comprobó que todas las ventanas estaban cerradas, al menos las que estaban cerca de donde él se encontraba. Era una lástima, pero no iba a entretenerse con más comprobaciones y arriesgarse a que lo sorprendieran.
Dejó la mochila debajo de la escalera de la entrada trasera. El lugar era discreto, pero tampoco tendrían mucho tiempo para descubrirla.
Desanduvo el camino y pasó de nuevo por encima de la verja, ahora hacia el exterior, casi por el mismo punto por el que había entrado. Después, caminando despacio y con las manos en los bolsillos se dirigió hacia el coche. Las dos mesas del bar seguían esperando tiempos mejores.
Apenas reconocía nada del pueblo de su infancia. Su familia hacía tiempo que se había ido de allí y los pocos que no lo hicieron ya hacía años que no se encontraban entre los vivos.
Cuando llegó a la plaza mayor se volvió para mirar atrás. Sacó un teléfono móvil del bolsillo trasero de su pantalón vaquero. Escribió un mensaje de texto “Ya les ha llegado su hora, padre”. Miró por última vez la Casa Grande y pulsó enviar en la pantalla de su teléfono. La explosión fue seguida de unos segundo de silencio y después de la algarabía de todos los perros del pueblo ladrando. Armando dio media vuelta, se encogió de hombros y siguió caminando hasta el coche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...